Nota Teatral (*)


No es frecuente, con la actual cartelera teatral barcelonesa, poder disfrutar de una obra en la que se reconozca y posibilite un nivel de lectura distinto al meramente psicológico. Estamos más bien acostumbrados a todo lo contrario; incluso en recientes adaptaciones a Shakespeare se constata un especial interés por eludir lo espiritual, con lo cual el mensaje de la obra, privado de los principios que la concibieron, queda completamente desvirtuado. Utilizando un símil alquímico y comparando la pieza teatral a un athanor, dicha privación correspondería a la obstrucción de la salida del caldero, con lo cual todas la combustiones producidas en su interior, lejos de conducir a una sutilización de las energías y su consecuente transformación, producen más bien y como mucho un desagradable tufo, a veces tóxico.

No es este el caso de "El tiempo y los Conway". Aquí su autor, J.B. Priestley, mediante una peculiar utilización del tiempo -el segundo acto transcurre veinte años después del primero, y el tercero vuelve a retomar el hilo del primero- nos muestra cómo los componentes de una acomodada familia inglesa, todos ellos con grandes expectativas ante la vida, acaban atrapados por estas mismas aspiraciones, que aun bajo el barniz altruista son idénticas a sus pasiones. Entre todos ellos un personaje gris, calificado por los suyos como alguien sin amor propio ni ambiciones, asiste en medio de escenas de gran crudeza y dramatismo, a la destrucción de los que le rodean. él se revela como el único personaje cuya ambición es realmente legítima: desvelar el misterio. Aspira a conocer el significado del hombre, en sus propias palabras "un ser inmortal sumergido en una gran aventura", el significado del tiempo en el que intuye algo distinto a una mera sucesión lineal; y de la misma vida, que también según sus palabras "sólo tras percatarnos de que es un tejido formado en igual medida por tristezas y alegrías, nos muestra su verdadero camino".

Todo ello servido con una dirección e interpretación impecables nos reconcilia con el teatro, recordándonos su origen y su función. Aquel teatro consciente de su poder simbólico, que por tanto es capaz de brindar a través de su contenido dramático la posibilidad de una catarsis, palabra que para los griegos significaba por un lado la acción de podar los árboles, es decir cortar la madera muerta, y por otro la purificación de las pasiones mediante la contemplación del arte.

Antonio Guri

Nota
(*) [Esta nota apareció originalmente en la Revista SYMBOLOS: Arte - Cultura - Gnosis, Nº 4, Solsticio Verano 92 - Invierno 92. Guatemala, 1992. No hallándose ya en la web de la revista se publica hoy aquí con el permiso expreso de su autor.]

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