Dragón alquímico, s.d.

NOCHE DE BRUJAS
de
Federico González

– Estudio preliminar[*]

 

Francisco Ariza ︎

 

I

nstigadas por la Inquisición, durante el transcurso de los siglos XVI y XVII se conocieron en Europa una serie de persecuciones contra determinadas prácticas relacionadas con la adoración del Diablo. Las brujas y brujos eran encarcelados, torturados y muchas veces ajusticiados con la excusa de que sus aquelarres constituían auténticos peligros para la religión, por entonces ya bastante debilitada. Y no sólo existió persecución contra la brujería sino también contra numerosos hombres que detentaban el conocimiento de la Magia natural y divina. Magos, cabalistas, astrólogos y alquimistas con frecuencia buscaban el anonimato para salvar sus vidas o para no ser excomulgados bajo la acusación injustificada de atentar contra la fe y los dogmas de la Iglesia.
Fue la época de los grandes cismas dentro del Catolicismo: nacieron el protestantismo, el calvinismo y las filosofías y ciencias racionalistas precursoras de la era moderna. En este clima de clara caída de la autoridad espiritual sólo las pasiones humanas se manifestaban, y con ello la tentación por el poder temporal y el abuso del mismo era casi constante entre gran parte del clero y la nobleza. El Catolicismo se acantonó en acérrimo dogmatismo teológico que poca relación guardaba ya con las doctrinas de salvación y redención de los primeros Padres de la Iglesia, y especialmente con lo predicado por el propio Cristo Jesús. Todo lo que sobrepasaba la estrechez de ese dogmatismo era estigmatizado como herejía y como tal condenado.

Este “odio contra todos”, es decir contra los representantes de la gnosis esotérica y cosmológica y contra los hechiceros que detentaban la magia “inferior”, aisló a la Iglesia (o más bien a sus representantes ocasionales) de la realidad del mundo, tanto “por arriba” como “por abajo”. Así, la libre circulación del espíritu, “que sopla donde quiere”, se fue ahogando progresivamente bajo el peso del sentimentalismo pacato y moralizante de la beatería simplona.

"Noche de Brujas” está situada históricamente en esa época, aunque perfectamente pudiera estar ubicada en nuestros días, ya que la sociedad moderna es la heredera legítima y directa de aquellos tiempos de confusión.

Limitándonos al Sabat o Aquelarre, tema principal de “Noche de Brujas”, diremos que éste, tal y como se celebró durante la Edad Media, se introdujo a través de la magia judía y árabe, mezclándose con prácticas de similar tipo que pervivían en Europa desde muy antiguo. De ahí el por qué determinadas palabras y expresiones, e incluso las letras inscritas en los amuletos utilizados en los aquelarres eran de origen judío y más concretamente cabalístico, empezando por los mismos nombres de los númenes invocados. Y esta transmisión nos parece importante porque la magia semítica recibió a su vez la influencia de las culturas pelásgicas de claro signo matriarcal y femenino que se desarrollaron en la cuenca mediterránea oriental y en Asia, así como la de determinadas formas de la magia egipcia, en las que se veneraban a las divinidades lunares, ctónicas y telúricas.

Pensamos que es bajo este marco de influencias que el Sabat debe ser considerado, es decir como una ceremonia sagrada cuya estructura básica era en gran medida una herencia de cultos arcaicos ofrecidos en honor de la “Terra Mater”, en su doble vertiente de madre generadora de vida y mujer terrible que nos da la muerte.

Así pues, si las prácticas y ritos del Sabat devinieron muchas veces verdaderos actos satánicos y claramente maléficos ello se debió, además de a la lógica degeneración a que se prestan todas las cosas, a que la religión exotérica dominante, en su aversión contra todo tipo de creencias relacionadas con la veneración de las energías de la tierra, y en las que el elemento sexual e hierogámico desempeñaba un factor importante, extirpó una tradición cultual presente desde antiguo en el alma popular. Como consecuencia de esto, y careciendo por esa extirpación de toda referencia sagrada, las fuerzas elementales y no humanas evocadas, en lugar de vehicular una entidad sagrada (el Diablo) en sus aspectos “benéficos”, acababan de provocar todo tipo de excesos y vejaciones. Es importante aclarar todo esto porque es precisamente bajo ese aspecto deformado y grotesco que el Sabat ha llegado hasta nuestros días, como puede comprobarse en las denominadas “misas negras” del satanismo.

Si bien el dogmatismo religioso consideraba a las fuerzas elementales de la naturaleza como las raíces mismas del pecado, negando “a priori” cualquier participación o injerencia de lo divino en tales fuerzas, el esoterismo de la época las veía de muy distinta manera. Se comprende entonces porque bajo los cimientos de la catedral de Nôtre Dame de París (templo dedicado a la Diosa Madre Cristiana) existe un altar consagrado a una divinidad cornuda llamada Cernunnos, a la que se destinaba un cierto culto ligado a los misterios telúricos, y donde la práctica sexual, como ceremonia iniciática, no estaba excluida. Esto no es de extrañar, pues para la gnosis esotérica las divinidades subterráneas participan de lo sacro tanto como las divinidades celestes, aunque en un grado o proporción más restringido, y por eso son consideradas como inferiores con respecto a las celestes.

El punto de vista metafísico no excluye a las cosas sino que las integra, situando a cada una en el lugar que le corresponde dentro del conjunto del orden universal. De esta manera, en la estructura jerárquica del universo, el “mundo inferior” tiene su función y su importancia, que consiste precisamente en la de estar invertido en relación al que le es superior: el mundo celeste. Es en calidad de símbolo, es decir como expresión refleja de la realidad arquetípica, que el mundo inferior, nuestro mundo, adquiere todo su sentido y valor. Desde esta perspectiva el inmenso despliegue del cosmos material, incluidas las energías invisibles que lo animan, deviene el sopor te que sirve de manifestación a lo genuinamente espiritual y trascendente. O dicho de otra manera, desde lo sagrado, la Naturaleza en todas sus formas, es también, y fundamentalmente, un recipiente que deja traslucir lo sobrenatural que la fecunda. ¿Acaso no alude esta complementariedad a la conocida fórmula hermética de que

“...lo de arriba es igual a lo de abajo, y lo de abajo es igual a lo de arriba, para hacer el milagro de una cosa única?”.

Sin embargo, el Universo, siendo evidentemente una totalidad orgánica y una unidad indisoluble, está dividido, por así decir, en tres grandes niveles, planos o mundos que las diversas cosmologías hacen corresponder al Cielo, a la Tierra y al Infierno o inframundo, análogos respectivamente al “Spiritus Mundi”, al “Anima Mundi” y al “Corpus Mundi”. Cada uno de estos tres planos tiene su propio principio rector, su ángel, su dios o su potencia crea dora. A esto se alude precisamente en Noche de Brujas por boca del mismo Diablo cuando dice:

“Y así como en el cielo mandan los amos del cielo, aquí en la tierra mandamos los espíritus de la tierra...”.

En el mundo del hombre, considerado en su humanidad terrestre e individual únicamente, ese principio recae precisamente en el Diablo. Es el Mago de las órdenes del Demiurgo del Mundo que reuniendo en sí mismo la potencia de todos los planetas (ideas-fuerza creadoras) organiza el mundo material (hílico) y anímico (psíquico) a partir de las formas que nacen de su copulación con la substancia primordial, la hembra misteriosa y profunda, la Terra Mater Genitrix. Esta copulación entre la energía activa y la pasiva es el acto de donde surge la creación, entendida ésta como el plano de reflexión donde toman vida y forma todas las posibilidades de manifestación incluidas en el Ser Universal, que no es otro que el Spiritus Mundi. En este sentido señalemos que la energía sexual, que es en suma la potencia creadora en el hombre y la naturaleza, es uno de los principales atributos de Baphomet, la carta número quince del libro criptográfico y sagrado del Tarot, y a la que no habría que confundir exclusivamente con la función erótico-genital, la única que por cierto sólo conoce el habitante de la desacralizada sociedad moderna. Más bien esta función sería una parte o aspecto de esa energía, que desde el punto de vista iniciático se considera como especialmente adecuada para producir el despertar de la conciencia. En las sociedades tradicionales la iniciación a la sexualidad –que suponía el paso de la pubertad a la madurez– representaba el punto de partida para el conocimiento de los misterios sagrados de la vida. De esta manera, y no de otra, es como la sexualidad se describe en Noche de Brujas.

Una de las cuestiones que plantea la obra es el problema de la oposición entre el Bien y el Mal, que aparece como un desequilibrio necesario en el juego de relaciones bipolares que recorre' la totalidad de la manifestación. Por la propia dinámica de las cosas el Bien existe por el Mal, y el Mal por el Bien: ambos coexisten en el acto creativo. Por otro lado, y desde un punto de vista más elevado, lo que consideramos el “mal” no es sino el reflejo invertido del Rigor mismo de Dios, cuya función consiste en poner los límites necesarios al inagotable caudal de vida que surge de su Misericordia o Gracia. Sin ese Rigor el orden o estructura cósmica no sería posible, pues al no encontrar límites contractivos –un encuadre apropiado– no se darían las condiciones imprescindibles para la manifestación propiamente dicha, desvaneciéndose finalmente la creación en un caos amorfo. Así, y desde otro sentido, Bien y Mal podrían asimilarse respectivamente a las potencias de la Luz y las Tinieblas: su perpetuo combate y alternancia cíclica constituye simbólicamente el “drama” cosmogónico provocado por la danza del bailarín divino creando y destruyendo (o transformando) los mundos. Utilizando términos hindúes se diría que el Demiurgo es la Maya de Brahmá, es decir el Arte con que el Supremo establece las relaciones armónicas entre los diversos planos de la Vida Universal. Así pues, no habría que caer en el error maniqueo según el cual esta dualidad es irreversible y absoluta, situando uno y otro al mismo nivel jerárquico. Debe quedar bien claro que si la obra de creación es concebida por la doctrina metafísica como una caída (en el sentido bíblico del término) en la dualidad y la multiplicidad, es evidente que es gracias a éstas que el cosmos, y por analogía el hombre mismo, aparece como un tejido perfectamente tramado y ordenado, un verdadero mandala tridimensional donde se dan cita una indefinidad de tendencias verticales y horizontales, que ora se repelen generando una lucha y una oposición, ora se complementan facilitando el acceso a un equilibrio central y estabilizador con respecto a esa oposición. Y ese equilibrio es el reflejo en todos los estados de existencia del Pilar Cósmico, Árbol de Vida o Axis Mundi (estando ese Eje Universal simbolizado en Noche de Brujas por el poste sacrificial y el fuego) que religa todas las cosas a su principio eterno.

Siguiendo con este punto habría que añadir también que las civilizaciones tradicionales no negaron el mal, sino que lo encauzaron, sacralizándolo, mediante ritos colectivos en determinadas fechas del año. Tal era el caso, por ejemplo, de las saturnales romanas, de las que derivó el carnaval cristiano tal cual se celebraba en el Medioevo, y aún posteriormente. En estas fiestas se simbolizaba el retorno al caos primigenio, a la indiferenciación original anterior al Fiat Lux cosmogónico. Esta regresión al caos, a “las regiones siempre vírgenes e inexploradas”, supone, desde el punto de vista inicia tico, un agotamiento de las posibilidades más inferiores y negativas del ser humano, lo que realmente equivale a una regeneración psicológica y a un renacimiento. En las diversas cosmologías esta inmersión en el caos es el “viaje” extático que realiza el chamán al “país de los muertos” o “inframundo” antes de su ascenso a los cielos, a la “Tierra de los vivos” o de los “inmortales”.

Un dato igualmente importante en la obra es que el Sabat de las brujas se celebra en el solsticio de Verano, en la noche de San Juan. En este día el sol se halla en su cénit, en su punto álgido: habiendo recorrido la mitad ascendente del ciclo anual que se inicia con el solsticio de Invierno, se dispone a recorrer su mitad descendente. Pero lo que nos interesa destacar más en particular es que en estas dos fechas calendáricas, y en concreto en el solsticio de Verano, las puertas del Cielo y del Infierno se abren a la vez, pues ambas están situadas sobre el mismo eje cósmico; esta detención espacial supone simbólicamente una detención del tiempo, quedando abolidas por unos instantes todas las cosas que de esta forma son devueltas a su dimensión atemporal, las que se reviven mediante la fiesta, fundidas en el gozo, en el recuerdo de los orígenes míticos del ser humano.

Lo que se ha dicho hasta aquí tal vez nos permita comprender el verdadero mensaje que subyace en Noche de Brujas, que es una representación teatral sólo en apariencia; o mejor, que utilizando la escenografía teatral (en su vertiente ritual y sagrada) nos describe algo que va más allá de la simple comedia o drama, al menos en el sentido que dichos términos evocan en la actualidad. Hemos de decir también que la obra no está escrita en un lenguaje “anticuado” o fiel a una literalidad lingüística, sino que se expresa en forma moderna, poética y desembarazada.

Noche de Brujas es en realidad una escenificación simbólico-ritual de ese drama cosmogónico mencionado anteriormente, pero llevado al terreno de la estructura psicológica del hombre, lo que en cierto modo equivale a una “psicodramatización”.

En este sentido, la obra debe leerse como si uno mismo formara parte del público espectador, en el que habría que ver la representación de los egos del lector. Sólo así se asimilará en toda su intensidad dramática el mensaje escatológico revulsivo contenido en Noche de Brujas.

Toda la obra es una representación alquímica de un viaje vivido interiormente, y cuyo objetivo principal es la transmutación cualitativa de la conciencia. De esta manera los dos actos en que se divide corresponden a las dos etapas del proceso iniciático, dentro de lo que viene denominándose desde la antigüedad grecolatina los “Pequeños Misterios”. La primera etapa consiste fundamentalmente en la disolución (el “Solve” alquímico) de todas las inhibiciones y nudos psicológicos que nos mantienen en el estado del ser profano, en un estado por completo ajeno a la verdadera vocación de nuestro ser íntimo: vocación de vivir en un cosmos sacralizado y pleno de significado. Esta etapa es la que dentro del contexto iniciático se llama “descender a los infiernos”, que tan magníficamente expresa la fórmula hermético-alquímica V.I.T.R.I.O.L.; “Visita el Interior de la Tierra (las capas profundas e inconscientes de tu propia psiquis) y Rectificando Encontrarás la Piedra Oculta”. Ese descenso rectificador debe considerarse como un sacrificio o una muerte al ego condicionante heredado del medio histórico-social desacralizado y profano. Se entiende entonces aquello que se dice en la obra de que la “muerte es lo mejor”, pues sin esa muerte –en realidad una purificación– la auténtica Vida nos estará vedada para siempre. En este sentido, el verdadero secreto de la operación alquímica e iniciática consiste en “saber morir”, pero no como un simple acto irreflexivo y desesperado, sino como una asunción plena y consciente de que la muerte nos da la “clave para la transmutación cualitativa de la naturaleza inferior en la superior. Se comprende entonces la utilización por parte del Diablo y las brujas de un lenguaje particularmente corrosivo. El Diablo, como gran hierofante iniciador, asume la función de disolver esa superestructura mental, que se revela como una total ilusión. Si destruimos aquello que representa nuestra mayor seguridad ¿qué nos queda? Esa visión existencial, del “caos” alquímico, contiene ya los gérmenes del nuevo nacimiento; de la coagulación, después de la disolución, en un modo de ser superior y trascendente. Curiosamente esta operación se realiza a través del propio deseo[1] que antes del nacimiento físico nos provocó la tentación de existir. Y ese deseo, esa pasión, es el propio Diablo, que de esta forma se convierte en el principio o Yo que se sitúa inmediatamente por encima del ego personal e individual.

Así pues, el Diablo, devuelto a su función sagrada, es el “genio” o “doble” (el yo vigilante) de la consciencia. Pero

“... cuando la pasión ya no puede con la pasión y nos sume en el caos completo... sumergiéndonos una vez más en la ignorancia... ¡Es cuando surge Amor.... encarnándose en nosotros, y volviendo a unir de otra manera lo que pasión desató!”.

El Amor de que se trata no es otro que Venus Urania, la Diosa de la concordia y protectora de las artes espagíricas; trasposición celeste de las potencias telúricas encerradas en el interior del alma humana, las que encarnan a su vez al reflejo invertido de aquélla, la Venus Pandemos[2].

A esta unión o coagulación en un plano o nivel superior se refiere el segundo acto de la obra. Posteriormente a la muerte o disolución –o simultáneamente a ella– se produce el nacimiento “...del arco iris y la estrella”. La substancia del pensamiento, purificada al fin de los elementos heteróclitos que la aprisionaban, se convierte en el soporte que expresa la armonía del universo. Ella refleja, como un. espejo límpido, los ritmos y ciclos cósmicos, cuyo conocimiento posibilita la verdadera regeneración y nos conduce del estado larvario en las sombras del Hades a la inmortalidad paradisíaca, lo que metafísicamente se concibe como el retorno a nuestro origen suprahumano y celeste. Como decía Plotino:

“La marcha hacia la inteligencia es para el alma la liberación de sus cadenas”.

Pero ha sido necesario pasar previamente por el infierno de nuestra psiquis, por los fantasmas de la mente, y habernos dado cuenta que no eran sino eso: fantasmas. Tenemos el ejemplo de Dante (al que se menciona en la obra), cuando en la primera parte de la Divina Comedia, y antes de ascender por la montaña que conduce al Paraíso Terrestre, viaja por los diversos niveles del submundo infernal.

Por último se debe destacar el carácter apocalíptico que se desprende de las páginas finales de Noche de Brujas, donde se anuncia el “final de los tiempos” como una necesidad cíclica para la renovación salvífica de todo lo que está comprendido en este universo. Como hemos dicho más arriba la doctrina tradicional no considera el aspecto maléfico y degradado inherente a la manifestación desde el prejuicio moralista, sino como aquello que dentro de la economía divina cumple una función válida en el mantenimiento del orden universal. Al final de los tiempos (en los que sin duda estamos) todo en la manifestación tendrá su papel, incluido lo más inferior y caótico, que siempre será ese tipo de mentalidad burocrática-racionalista-mecánica que todo lo parcializa y limita, enfrentándose con el punto de vista global y sintético. Por otro lado, es necesario que esto ocurra, pues a fin de cuentas lo negativo sólo sirve para poder negarlo, afirmando con ello la unidad del Ser, del centro arquetípico, donde las cosas están incluidas en estado de perfección y equilibrio permanente. Desde este mundo relativo y dual en que vivimos, ¿cómo podríamos conocer lo superior y trascendente sino negando todo aquello que aparece como netamente opuesto e invertido?


2 de Enero
Temas:
Federico González

Notas

[*]   [Con permiso de su autor reproducimos el texto completo de este Estudio Preliminar incluido en la primera edición de Noche de Brujas (Symbolos, Barcelona 1986, col. Arte y Literatura, 2). En 2007 y coincidiendo con su primera representación se publicó el libreto de la obra con una versión abreviada del mismo, así como un dvd con su filmación: Noche de Brujas. Auto sacramental en dos actos. Al texto de Noche de Brujas, así como a sus representaciones filmadas, se puede acceder hoy en la web del autor, Federico González.]

[1]   Deseo, de Desiderium, etimológicamente "recuerdo de la estrella".

[2]   Los genios o demonios terrestres son ambivalentes; tanto pueden constituir una ayuda como un obstáculo en el camino del conocimiento. Ellos representan fuerzas elementales (presentes por igual en la naturaleza y el hombre) a las que hay que saber ordenar mediante un trabajo intenso sobre nosotros mismos.


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