TOLEDO
Crónica de un viaje (*)


La poderosa atracción que ejerce la ciudad de Toledo no procede únicamente de sus magníficos monumentos y edificios mudéjares, cristiano-mozárabes, judíos o islámicos que al fin y al cabo están hechos de piedra y de materiales expuestos a la corrosión del tiempo sino sobre todo del espíritu que los alumbró, al que también hallamos en los fragmentos de un pasado visigodo, hispano-romano, celtíbero y de su más remota antigüedad. Es ese espíritu el que queda impreso en el alma del viajero, que no puede por menos que rendirse ante tanta belleza emanada de la idea que prohijó la síntesis cultural gestada al amparo de un ciclo histórico propicio para ello: Edad Media hispánica. Pero en tanto que ciclo histórico esa época ya pasó y sería caer en un "idealismo" anacrónico francamente inútil y fantasmagórico querer revivirla en sus aspectos formales. No se trata en ningún caso de eso. Los historiadores podrán describir detalladamente el proceso que articuló la vida y la cultura de aquel período fecundo, pero será sólo el instante fugaz de una intuición el que aprehenderá verdaderamente lo que significa Toledo, y significó ciertamente para sus fundadores míticos e históricos. Queremos decir que permanece el mensaje de un legado por ellos recibido y transmitido, que como el que revela toda verdadera obra de arte del espíritu, permanece inalterable a lo largo del tiempo; de ahí que pueda ser reactualizado en uno mismo, es decir, que la memoria por ese mensaje conservada despierte la nuestra propia y nos permita acceder a la realidad de un mundo en que lo simultáneo y atemporal se inserta y conjuga con lo sucesivo del tiempo, haciendo posible, por tanto, que la revelación de ese mundo sea una permanente actualidad. La causa que generó el esplendor de aquella civilización que atrajo las miradas de todo Occidente no murió con ella y su hálito pervive secretamente en la irradiación luminosa de los símbolos que se encuentran por doquier, así como la leyenda y el mito, e incluso en la propia geografía y toponimia de la ciudad, igualmente simbólicas. En efecto, la geografía y la historia sagradas se entreveran en Toledo y urden su identidad.

Casi circundado por el Tajo (al que los cronistas árabes describen como un "río parejo a la Vía Láctea") la cima del monte sobre la que se asienta Toledo estuvo consagrada a Venus por los romanos, pasando a ser para éstos el númen tutelar y protector de la ciudad, según relatan los antiguos geógrafos como Estrabón y astrónomos como Ptolomeo. Esto último es quizás un dato importante para conocer las razones profundas de por qué los momentos culminantes de la historia de Toledo (en la que debemos ver como un resumen de la propia historia sagrada de España) estuvieron presididos por ese espíritu de concordia y conciliación de los opuestos que precisamente constituyen dos de las principales virtudes atribuidas a la diosa de las Artes y la Belleza. Así lo entendió el rey sabio Alfonso X, verdadero artífice de la idea de España concebida como resultado de la unión conciliadora de las tres culturas, judía, cristiana e islámica, y que antes de él ya vislumbraron los emires y califas hispano-árabes. Esa unión es también la de Oriente con Occidente, la que está simbolizada por el águila bicéfala imperial (que mira al mismo tiempo simultáneamente, hacia la derecha, el Oriente y hacia la izquierda, el Occidente), y que preside el escudo heráldico de la ciudad, auténtico oráculo revelador de su identidad.

En su Primera Crónica General (compendio de la historia sagrada de la humanidad) Alfonso X describe en estos términos los orígenes míticos de Toledo y su fundación legendaria, en los que siempre aparece Hércules, héroe solar civilizador de las culturas mediterráneas: "Y él fue a aquel lugar donde después fue la ciudad de Toledo, que era entonces una gran montaña, pero hoy tiene dos torres (...) Y éstas las hicieron dos hermanos, hijos de un rey de nombre Rocas, y era de tierra de oriente, de la parte que llaman Edén, allí donde dicen las historias que es el paraíso donde fue hecho Adán..." Dicha leyenda se complementa con esta otra muy difundida en el Toledo medieval: "Cuando Dios hizo el sol lo puso sobre Toledo, cuyo primer rey fue Adán". Quien suponga que todo esto es fruto de la fantasía, y no advierta que en realidad se trata de una asimilación simbólica entre el origen del linaje humano y la fundación de Toledo (asimilación que es común en los mitos fundacionales de todas las culturas tradicionales), que repare, por ejemplo, en el nombre latino de Toledo, Tulatu, que según los antiguos manuscritos significa "la alegría de sus habitantes" y después advierta que el significado de la palabra Paraíso es precisamente "alegría", la cual ha de entenderse no como un estado del "ánimo", sino fundamentalmente, como un estado interior del espíritu. Pero esto no es todo, pues Tulatu (de donde deriva la Tulaytula árabe y el Toledoth hebreo que quiere decir "Generaciones" y también "Historia" según algunos es idéntico a Tula que fue el nombre dado a la sede de la Tradición primordial antes de que pasara a denominarse Paraíso o Edén. En este sentido, Tula es llamada también "La Tierra del Sol", o lo que es lo mismo, una "tierra" (o mundo) permanentemente iluminada por la "luz" de la Inteligencia y del Conocimiento. Asimismo, la raíz etimológica de Tula o Tulatu, tl, la encontramos en Aztlán (o Atlántida), "la tierra en el medio de las aguas" de donde decían proceder los antiguos toltecas mexicanos, cuya capital, precisamente, se llamaba Tula. Lo que todo esto expresa en realidad es que tanto el Toledo antiguo como la Tula y la Aztlán de los toltecas y otros lugares con idéntico nombre que no hemos mencionado, fueron en su momento reflejos en el mundo terrestre, en el espacio y el tiempo, de la "Ciudad Celeste", es decir de centros espirituales emanados más o menos directamente de la Tula o Paraíso original. Hemos querido destacar todas estas correspondencias para comprobar cómo esas leyendas reposan sobre una verdad simbólica que la etimología, como la propia geografía y la historia sagrada no hacen sino expresar a su manera (para todo esto ver El Rey del Mundo cap. X, y Símbolos Fundamentales de la Ciencia Sagrada cap. XII, de R. Guénon).

Continuamos con la "Crónica" de Alfonso X: "Y desde que (Hércules) fue allí donde ahora es Toledo, vio que aquel lugar era más en medio de España que ningún otro, y había una gran montaña, y entendió por su saber que allí habría de haber una gran ciudad, pero que no la poblaría él. Y hizo una gran cueva en la que se metió..." Lo que es una realidad física (el monte toledano, que está formado por doce pequeños collados, contiene en efecto dentro de él una intrincada red de pasadizos subterráneos y bóvedas hipógeas) que se convierte además en una realidad simbólica y metafísica. La montaña y la caverna son imágenes del eje y del centro del mundo, y por tanto espacios propicios para establecer la comunicación entre el cielo y la tierra, razón por la cual casi todos los templos y lugares sagrados se situaban tanto en las cimas de las montañas como en el interior de las cavernas. Y ello se destaca aún más cuando la montaña y la caverna se encuentran en el centro mismo de un espacio geográfico, como es aquí el caso. Todo ello convierte a Toledo en el verdadero omphalos de la península Ibérica donde coincidieron la realidad de un espacio y un tiempo mítico y la manifestación de una energía y un poder espiritual que ordenó la cultura y la civilización de los antiguos pueblos hispanos. Por consiguiente, pensamos que Alfonso X no se limitó únicamente a recoger esas leyendas, sino que quiso destacar sobre todo el carácter "central" de la ciudad que él había heredado de sus antepasados, y que convierte, gracias a su espíritu integrador, en el "paraíso cerrado" (hortus conclusus) o "vergel alquímico" donde crece el árbol del conocimiento y se cultivan, presididas por la ley de armonía, todas las artes y ciencias del saber universal.

En el mismo contexto habría que incluir también esas otras leyendas que hablan de la misteriosa "Mesa de Salomón" que se encontraba en la "Cueva de Hércules" antes mencionada. Se dice que esa Mesa fue mandada hacer por el rey Salomón para el Templo de Jerusalén, trasladándose posteriormente a Toledo después de la destrucción de aquél. Las descripciones que de ella nos han llegado proceden sobre todo de autores árabes, como el geógrafo al-Idrisi. La Mesa era de oro y plata, y su forma circular estaba bordeada por tres hileras de piedras preciosas, una de perlas, otra de rubíes y otra de esmeraldas, que simbolizaban el cielo de las estrellas fijas. Sobre su superficie había dibujados doce panes, que representaban los doce signos del zodíaco, y en donde también aparecían incrustadas siete piedras preciosas más, que a su vez simbolizaban los siete planetas. Estaba sostenida por 365 pies de oro, que aludían a los días del ciclo anual y del calendario luni-solar. Como podemos ver nos encontramos ante un símbolo de la propia estructura cósmica y celeste, pero al mismo tiempo es un objeto sagrado que alude a la constitución de una autoridad espiritual que tuvo su sede en Toledo manifestándose en diferentes períodos de su historia. Por otro lado, es muy probable que la denominación de "Jerusalén de Occidente" dada a Toledo durante la Edad Media tuviera su origen en esta leyenda y en los sucesos acaecidos en torno a ella. Se trataba en cualquier caso, de identificar espiritualmente y ver en la ciudad castellana una imagen o reflejo de la propia Jerusalén, la "Ciudad de la Paz" y centro del mundo para las tres religiones abrahámicas. ¿Y no fue en cierto modo Toledo en determinados momentos de la Edad Media y concretamente durante el reinado de Alfonso X, un punto de referencia "central" no sólo para la España de las tres culturas sino también de la Cristiandad medieval?

Absorto en estas reflexiones cuando el viajero abandona Toledo advierte que su memoria se ha refrescado en las aguas siempre vivas del símbolo, el mito y la leyenda, las que fertilizan el ahora presente abriéndole a una realidad "otra" mucho más universal y al mismo tiempo más próxima a su verdadero ser. Recuerda el epitafio inscrito en una de esas lápidas que vio en la judería toledana: "Atesórase en esta sepultura un asperjador hijo de asperjador varón... su gloria está en las regiones de la Vida, pues hizo descender la lluvia..."

Francisco Ariza 

Nota
(*) [Esta nota apareció originalmente en la Revista SYMBOLOS: Arte - Cultura - Gnosis, Nº 7, Solsticio Invierno 93 - Verano 94. Guatemala, 1994. No hallándose ya en la web de la revista se publica hoy aquí con el permiso expreso de su autor.]

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