René Guénon, Enseñanza y Conocimiento (*)

Antonio Guri

Puede decirse que toda la obra de René Guénon versa en torno al verdadero significado de la palabra "Conocimiento" o dicho de otro modo, en torno al "verdadero Conocimiento". Es con este término que en la India se designa a la metafísica, pero nos advierte que su uso no conviene a los occidentales que no entienden por él, como veremos, nada que exceda el ámbito científico y racional. Desde cada uno de sus libros y artículos René Guénon aborda el tema de la metafísica, lo cual podemos visualizar con uno de los símbolos tradicionales más sintéticos, el del centro y la circunferencia. En este caso el centro es el principio y último objetivo de su obra, la metafísica, al que se accede por cada uno de los distintos radios que sus argumentos canalizan partiendo de la periferia, es decir de toda la temática tratada. Ya sea desde la afirmación de los principios universales olvidados por el mundo moderno, ya desde la negación de los pseudo-principios que rigen este mundo, la finalidad es siempre la misma, revelar el significado de algo que por su naturaleza es indefinible, y que por tanto no puede encerrarse dentro de unos límites por extensos que nos parezcan; como nos señala la misma doctrina hindú, los tres términos "Verdad, Conocimiento, Infinito" se identifican en el Principio supremo, es decir son una sola cosa.

Y es en el sentido de este acercamiento a lo misterioso, de este viaje de la periferia al centro, que podemos hablar de la obra de René Guénon como de una enseñanza pues produce en quien se interesa por ella un ordenamiento, el mismo proceso de afirmación de lo que de esencial hay en uno, y de negación de la propia ignorancia.

Es necesario distinguir desde un comienzo el Conocimiento por excelencia, de un conocimiento que podemos calificar de ordinario, del único del que el hombre moderno sabe la existencia, y que se caracteriza por ser racional y discursivo. Al primero lo podemos denominar también aunque sea una redundancia, conocimiento metafísico, siendo el segundo un conocimiento profano. Quien se acerca por primera vez a la obra de Guénon y se encuentra con esta clara distinción puede reaccionar de distintas formas. Puede no admitir que haya algún tipo de conocimiento que no sea mental, puesto que es sólo en este ámbito en el que está habituado a desenvolverse y no concibe algo que amenaza con romper sus esquemas, tanto de lo que es él mismo como de todo lo que le rodea, es entonces fácil que consecuentemente niegue cualquier posibilidad superior, dado que no está dispuesto a admitir nada por encima de su propia individualidad, nada que eche por los suelos una identidad que lo más seguro ha construído con sumo esfuerzo y de la que por tanto se siente orgulloso y no quiere prescindir. También puede darse el caso de aquellos que desengañados de la visión técnica y científica de las cosas apuesten por un acercamiento mágico y poético a la realidad, pero no a través de la auténtica belleza, es decir de la que refleja la verdad, sino confundidos en la maraña de sus ensoñaciones e ilusiones particulares. Estas vienen a ser las posturas que más comúnmente adopta el hombre de hoy acostumbrado y programado para sobrevalorar por un lado el poder de la razón, y por otro a identificarse con una compleja trama emocional que lejos de trascender lo racional, le está subordinada. También cabría una tercera, la del hombre tremendamente lúcido, que siendo consciente de ambos errores se instala en el confort de negarlo todo, todo excepto su personalidad complacientemente atormentada. En verdad todas ellas responden a una misma incapacidad para detenerse, para vaciarse y pueden reaccionar de distinto modo, desde la simple indiferencia que pasa por alto aquello por lo que no siente ningún interés, hasta la negación más radical, muchas veces incluso pasional del que no tolera verse superado por algo que no puede poseer ni utilizar y que le desconcierta. Posturas todas ellas que ya en vida de Guénon se hicieron presentes a través de distintos personajes que se mostraron hostiles a su obra, y que muy bien pueden verse como la exteriorización de partes de uno mismo cuando se enfrenta por primera vez con algo para lo cual no le han dado instrumentos de clasificación puesto que es inclasificable.

Pero también puede darse el caso, de que este mensaje resuene en el interior del receptor como algo que aún oyendo por primera vez, ha sabido siempre en lo más profundo de su ser, y no a través de ninguna especulación mental ni de ningún aprendizaje costoso y paulatino, sino que lo conoce porque es él mismo, por fin alguien se ha decidido a hablarle directamente de lo que él es verdaderamente y le permite dejar de lado toda una serie de conceptos insignificantes que tal vez y dada la presión del entorno, ya comenzaba a admitir. Es con la Tradición Primordial con lo que se conecta a través de René Guénon, y con la reiteración de su lectura y sobre todo la meditación de las ideas que transmite, se va afianzando aquella comprensión que en un principio puede ser desestabilizadora, pero que paradójicamente conlleva la estabilidad de la certeza. Una certeza que no depende de opinión alguna y que pudiendo parecer fantasiosa desde unos ojos sólo racionales, manifiesta tal autenticidad y sencillez que invalida cualquier calificativo y cualquier intento de definición. Se percibe como el mensaje que con todo rigor abre insospechadas vías de concepción, el mensaje de una liberación sin paliativos, para la cual sólo hay que estar dispuesto a desechar hipotéticas posesiones sobre todo mentales, que por más que puedan parecer lícitas en según qué aspectos, constituyen estorbos, esclavitudes al fin y al cabo.

El conocimiento supremo como ya hemos apuntado es idéntico a la metafísica, y ésta es una de las muchas palabras a las que René Guénon se cuida de restituir su significación primitiva, es decir etimológica. Metafísica significa literalmente "más allá de la física" y si la física era para los antiguos la ciencia de la naturaleza en toda su generalidad, la metafísica concernirá al estudio de lo que está más allá de la naturaleza, teniendo muy en cuenta que la naturaleza no se limita a la estrecha visión que de ella tiene el hombre actual que considera sólo su concreción sensible y aparente. Lo que percibimos directamente por los sentidos es el último eslabón de un proceso que tiene su principio en lo inmanifestado, y que antes de materializarse ocupa los planos sutiles de todo lo que está sujeto a las leyes del cambio, siendo éste el significado primigenio de la palabra naturaleza. La metafísica pues se referirá al estudio de lo que gobernando estas leyes ya no está sujeto a ellas, lo inmutable e inmanifestado.

Una vez delimitados los respectivos campos, del conocimiento propiamente dicho y del conocimiento racional, y apercibirnos de lo abismal de su diferencia, es obvio que la forma que tiene el hombre para conectar con ambos, su órgano de relación por decirlo de alguna manera, no puede ser el mismo. Si bien es cierto que la percepción racional tiene su sede en el cerebro, órgano de análisis, discursivo y sobre todo dual, es decir que opera siempre por comparación, resulta evidente que un conocimiento análogo a la verdad y al infinito no puede compartir, como veremos, una misma localización simbólica.

La tradición hace hincapié en algo de capital importancia y que en un primer momento no es fácil de encajar, el verdadero conocimiento es no humano, es decir no pertenece al ser individual la facultad que lo conecta con él. Pudiera entonces parecer que hay una imposibilidad de acceder a este conocimiento por parte del hombre, que dada la visión moderna y sistemática que tiene de sí mismo, se convierte en un ente totalmente acotado, es decir completo y encerrado en la prisión de su individualidad. Pero también aquí se cuida René Guénon de desmentir las tesis filosóficas y psicológicas en boga, y nos habla del hombre como ser contingente, es decir que no tiene en sí mismo su última razón de ser y que por tanto está abierto a lo que le trasciende, lo sobrenatural y suprahumano de lo cual depende. Esta abertura, vía o rayo que lo une a su origen es el camino a través del cual el hombre puede llegar a conocerse a sí mismo y simultáneamente al cosmos, que tiene su misma estructura y que está por tanto igualmente abierto a lo espiritual e inmutable, lo que si bien no puede ser directamente percibido por los sentidos no deja por eso de ser real, teniendo incluso un mayor grado de realidad y frente a lo cual lo meramente humano, es decir cambiante, aparece como ilusorio.

El conocimiento metafísico, que como hemos visto nos excede, no puede tener pues un receptáculo común con una comprensión puramente humana como es la racional. Dice la tradición que la percepción directa de la verdad, la también llamada intuición intelectual o intelecto trascendente no tiene su sede en el cerebro sino que su residencia simbólica es el corazón; es en el centro del ser donde está su punto de contacto con lo Divino, es en lo más oscuro de la caverna del corazón donde se da la Luz del Conocimiento. Y aquí René Guénon desmiente la concepción ordinaria que asigna a esta localización simbólica un significado sólo religioso cuando no meramente romántico. El conocimiento del corazón no tiene que ver con lo sentimental y afectivo sino que es un conocimiento inmediato, central y solar por contraposición al conocimiento ordinario, reflexivo y lunar. La asociación simbólica con ambos astros -sol y luna-, nos habla de que más allá de una aparente oposición entre ambos polos, se da una complementariedad jerarquizada; la luna transmite la luz que recibe del sol, es decir el cerebro por sí mismo no es generador, sino que refleja de una forma mediata lo que procede de un órgano superior, el corazón.

El conocimiento ordinario es múltiple, producto de puntos de vista particulares, los que crean tantos conocimientos parciales como sujetos conocedores. Cada cual lo ve a su manera y se considera lícito que las sutilezas personales se espejeen descubriendo nuevos detalles de lo que se pretende conocer. Además el idolatrado "coeficiente intelectual", porcentaje que mide básicamente capacidades mecánicas y analíticas, va añadiendo indefinidamente minucias cada vez más especializadas, en una carrera hacia la diversificación y la contradicción. El conocimiento supremo es inmediato y no difiere en función de quien lo detenta. Trasciende la dualidad ya que opera una identificación entre el sujeto conocedor y el objeto conocido. Quien lo adquiere, o hablando con más propiedad quien participa en él, pudiéndose hablar entonces de distintos grados de participación en dicho conocimiento, se desvincula de la suma horizontal de peculiaridades, de la colección de datos para acceder a un espacio desde donde estos mismos datos ya no tienen valor por ellos mismos sino que aparecen como aplicaciones más o menos restringidas de la verdad una e indivisa a los distintos planos de la manifestación, esto cuando no caen estrepitosamente evidenciando su absurdo.

Si los dos dominios no pueden considerarse correlativos ya que lo universal no se opone desde un mismo nivel a lo individual sino que lo contiene, lo mismo sucederá con sus respectivos instrumentos o modos de expresión (y por tanto también de transmisión) que les son consubstanciales, es decir éstos reproducirán la misma relación subordinada. Por un lado el lenguaje común, al ser discursivo y racional se adecúa perfectamente al ámbito de lo individual siendo el medio por excelencia de la transmisión de un conocimiento horizontal. Y por otro, el vehículo capaz de abrir posibilidades de concepción ilimitadas y en consecuencia el más apropiado para elevar de lo particular a lo universal es el símbolo propiamente dicho. El símbolo participa a la vez de una realidad sensible, ya sea visual o sonora, es decir directamente aprehensible por los sentidos, y de otra trascendente. Posibilita pues un conocimiento que ya no es horizontal como el anterior sino vertical que nos conecta con la esencia de las cosas, con su origen. Puede afirmarse, pues, que tiene un lado humano a partir del cual y a modo de soporte nos saca de nosotros mismos y nos pone en contacto con su otro lado, éste ya no humano y que paradójicamente nos es mucho más próximo pues constituye nuestra auténtica realidad. El símbolo no es producto de convención alguna, es decir no responde a conveniencias ni intereses particulares de ninguna persona o grupo, sino que obedece y dicta las leyes que constituyen análogamente el macro y el microcosmos. Siendo así resulta que el lenguaje simbólico no es un sobreañadido al lenguaje ordinario, no es una especie de código refinado que se superpone a éste para uso de unos privilegiados, un exquisito grupo al que sólo acceden los más listos o tal vez los más "buenos", y que por ello disponen de unas prerrogativas en bien de la humanidad. Esta sería la visión moderna que ha tergiversado cuando no invertido el sentido primigenio de palabras como esoterismo, iniciación, jerarquía o élite, palabras todas ellas que sólo pueden entenderse desde la perspectiva de lo interno y lo supraformal, es decir de lo que en lo individual aparece como pequeño, lo verdaderamente desinteresado.

El simbolismo es el lenguaje que corresponde al hombre por el sólo hecho de serlo, puesto que sintetiza y atraviesa como él, los distintos planos de la manifestación y lo que es más importante atravesándolos nos impulsa más allá de ésta. El lenguaje ordinario en cambio siendo el instrumento del conocimiento reflexivo, se convierte en el usurpador de algo que no le corresponde cuando pretende ser el único válido, la misma usurpación que consiste en considerar la razón como único medio capaz de conocer. Se trata, como repite René Guénon a lo largo de su obra de situar cada cosa en el lugar que por su propia naturaleza le corresponde; el conocimiento discursivo, la razón y el lenguaje que la expresa tienen su lugar en un plano de la existencia y negarlo sería caer en un error simétrico al que los sobrevalora, pero, eso sí, es importante conocer sus límites y no otorgarle funciones que jerárquicamente les sobrepasan.

Siendo el símbolo el vehículo capaz de abrirnos al auténtico conocimiento, también lo es por tanto para transmitirlo. Si bien es verdad que la certeza absoluta que implica no se puede comunicar de modo alguno, no ocurre lo mismo con los instrumentos que preparan a él, éstos si pueden ser transmitidos y en ello consiste la verdadera enseñanza, que como veremos tampoco tiene nada que ver con la instrucción profana. René Guénon nos advierte que todos los medios puestos a disposición del que pretende el conocimiento no son de ningún modo la causa directa de éste, se trata de dos órdenes de cosas que pertenecen a planos completamente distintos y que por tanto no pueden estar en relación de causa-efecto. Lo que estos medios provocan es la predisposición necesaria para alcanzar con mayor facilidad lo que se pretende, la realización metafísica, palabra que por su mismo significado nos indica que no se trata de un acercamiento especulativo, sino de una identificación real con lo que se pretende conocer y por tanto ser. Para acceder a esta realización, la única preparación indispensable es el conocimiento teórico y la concentración. Se pueden comunicar los principios tradicionales, la doctrina, y al mismo tiempo los símbolos y ritos que coadyuvan al aquietamiento de la mente, que concentran lo disperso. En verdad ambos métodos preparatorios no deben verse como distintos ni mucho menos como excluyentes. Por un lado, la transmisión de los principios y sus aplicaciones es de por sí ritual, es decir no sólo se efectúa a través de símbolos, sino que también es significativo el mismo gesto expansivo que la constituye, el cual conlleva una influencia espiritual concentradora por ella misma. Por otro lado es precisamente con una labor perseverante de estudio y meditación sobre los esquemas simbólicos como se puede detener la agitación inherente al hombre moderno y crear el espacio necesario. Una meditación que como ya hemos visto no es separativa, es decir mental, sino todo lo contrario pues persigue la unificación entre el sujeto y el símbolo que contempla o el rito que ejecuta; el hombre al trazar una figura geométrica, invocar una palabra sagrada o realizar un movimiento preciso, se está dando la posibilidad del retorno a un centro primigenio a través de la misma vía que ha generado la correspondiente figura, incantación o gesto.

En íntima relación con lo que acabamos de señalar y sin contradecirlo en absoluto, podemos afirmar que en verdad no hay nada que enseñar; nada asimilable a una multiplicidad de datos que se transfieren, tal como ocurre en la enseñanza ordinaria, escolar y universitaria, la cual puede verse como una parodia de la verdadera instrucción y que lejos de constituir una preparación, es un obstáculo para el conocimiento. Obstáculo no tanto por la materia en sí, que será dañina en la misma proporción que el interesado la considere como algo esencial, sino sobre todo por los hábitos o deformaciones mentales que comporta. En este sentido y siguiendo con los argumentos de René Guénon que se muestra muy explícito en lo que a esto se refiere, estaría más predispuesto al conocimiento o lo que es lo mismo a recibir una influencia espiritual, alguien que no hubiera recibido esta instrucción profana, un analfabeto incluso, que alguien muy cultivado e imbuido de sus propios saberes. Este último tendría que asumir previamente el estorbo que representa el fardo que le han transmitido, tarea a la que no es fácil que se sometan aquellos acostumbrados a valorar su erudición, potenciada y aplaudida por el medio. Y esto no solamente en relación a saberes profanos sino también en el caso de que lo almacenado sean "conocimientos esotéricos", librescos por lo general, los que no pasarán de ser letra muerta sin la vivificación de una transmisión oral y real. Otra cosa es el que ha despertado, es decir ha sido tocado por una influencia espiritual recibiendo lo que se denomina la iniciación virtual con su consecuente muerte, a partir de cuyo instante sabrá ver en los escritos tradicionales no una suma de conocimientos simbólicos que a veces pueden interesar solamente por motivos estéticos, sino un soporte para su labor interior, como una confirmación desde fuera de lo que ya es desde dentro, labor que le llevará a convertir con tesón y perseverancia, dicha iniciación de virtual en efectiva. Y es en este proceso donde va a necesitar una guía ya sea colectivamente a través de una organización iniciática o en la persona de un maestro, entendiendo por ello lo que la tradición hindú denomina Guru y la islámica Sheikh.

Y llegados a este punto es necesario acabar con el concepto engañoso que se tiene hoy en día del maestro. Si la influencia espiritual que se transmite es inherente a la doctrina misma, la cual como hemos señalado es esencialmente "no humana", nadie la puede poseer en forma alguna, es decir no es algo que nadie pueda otorgar o dejar de hacerlo según criterios particulares. La individualidad se convierte en el soporte de una formulación doctrinal, y Guénon para ejemplificarlo llega a comparar al individuo con la hoja de papel en que está impresa una verdad metafísica. Resulta evidente con esta imagen que la mejor manera de considerar la enseñanza es de forma completamente despersonalizada, ya que su objetivo está en lo universal, lo cual no quita que la vía de cada quien para acceder al mismo fin sea distinta a cualquier otra, pues no hay dos cosas idénticas en todo el universo; cada vía se adapta a las peculiaridades de cada individuo, lo cual constituye la antítesis de la tendencia a uniformizar inherente a la enseñanza profana, la que invirtiendo el significado de la auténtica igualdad, lo que hace es castrar las posibilidades espirituales del hombre incapacitándolo para acceder a realidades más elevadas y auténticas de él mismo. El verdadero maestro nace dentro de cada uno, se identifica con su eje rector y es la energía que en cada momento unifica la polaridad de lo mental, lo cual ocurre siempre en "el aquí y el ahora", en lo más recóndito del corazón de uno mismo. La misión del maestro externo, el cual aparecerá en el momento en que el discípulo esté preparado para ello es decir que ya esté suficientemente desengañado, consistirá pues en despertar esta energía, e irá paulatinamente desapareciendo en la medida que se efectivice. Y es en este sentido que decíamos que en verdad no hay nada que enseñar, de lo que se trata es de ser. Sólo siendo, y con lo que ello representa de filiación frente al No-Ser, se transmitirá la influencia necesaria. Dicho de otra manera la mínima pretensión de erigirse en maestro de alguien, simétrica a la de depositar fuera de uno la responsabilidad que sólo a uno le concierne, es síntoma de desorientación, de no haber todavía descubierto el poder de lo pequeño, es decir de lo sintético, y que actúa, si así pudiera decirse a pesar de uno mismo, identificándose con la influencia espiritual transmitida. Si esotérico es sinónimo de interno, en contraposición a lo externo o exotérico, vemos que una enseñanza de lo sagrado no puede basarse tampoco en comportamientos formales o en normas morales determinadas, por ello se dice que el hombre de conocimiento pasa desapercibido a los ojos profanos. El orden y la rectitud interiores, fruto de una identificación con el ser no tiene por qué manifestarse a través de unos códigos preestablecidos, que nuestra imaginación puede suponer a la medida de sus preferencias; la expresión de lo sagrado lleva impreso el sello de la libertad.

Y si ya en vida de Guénon era necesario alertar acerca de este tipo de confusiones, dada la proliferación de falsos maestros y de organizaciones pseudo-iniciáticas, creemos que tanto o más lo es hoy en día cuando la sustitución de lo espiritual por lo psicológico es cada vez más evidente. Lo único externo que se transmite si así pudiera decirse es la parte sensible del símbolo y del rito así como la narración del mito, que no son la exteriorización de una imagen psicológica, sino que como hemos dicho constituyen la plasmación de una energía arquetípica, supraindividual.

Y ya para finalizar citaremos textualmente unas palabras de René Guénon del capítulo que lleva por título "De la enseñanza iniciática" de su libro Apreciaciones sobre la iniciación que sintetizan claramente las ideas que hemos intentado expresar:

"La enseñanza iniciática, exterior y transmisible en formas, no es en realidad y no puede ser sino una preparación del individuo para adquirir el verdadero conocimiento iniciático por el efecto de su trabajo personal. Se le puede así indicar la vía a seguir, el plan a realizar, y disponerle a tomar la actitud mental e intelectual necesaria para acceder a una comprensión efectiva y no simplemente teórica; se le puede además asistir y guiar controlando su trabajo de una manera constante, pero eso es todo, porque ningún otro, así fuese un 'Maestro' en la acepción más completa del término, puede hacer este trabajo por él. Lo que el iniciado debe forzosamente adquirir por él mismo, porque nada ni nadie exterior a él se lo puede comunicar, es en suma la posesión efectiva del secreto iniciático propiamente dicho; para que pueda llegar a realizar esta posesión en toda su extensión y con todo lo que ella implica, es necesario que la enseñanza que sirve por así decirlo de base y de soporte a su trabajo personal esté constituida de tal modo que se abra sobre posibilidades realmente ilimitadas, y le permita así extender indefinidamente sus concepciones, en amplitud y en profundidad a la vez, en lugar de encerrarlas, como lo hace todo punto de vista profano, en los límites más o menos estrechos de una teoría sistemática o de una fórmula verbal cualquiera".

Nota
(*) [Este artículo apareció originalmente en la Revista SYMBOLOS: Arte - Cultura - Gnosis, Nº doble 9-10: "René Guénon", Guatemala 1995. No hallándose ya en la web de la revista se publica aquí con el permiso expreso de su autor.]

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