Isabel I de Inglaterra. Grabado de Crispijn de Passe. 1596.
Isabel I de Inglaterra.
Grabado de Crispijn van de Passe, 1596.
Wikimedia commons (Yale Center for British Art)

La Mujer en la Obra de Shakespeare (*)

Antonio Guri

Al leer una obra de William Shakespeare o mejor aún cuando tenemos la suerte de asistir a una representación fiel a su espíritu, experimentamos algo que constituye la razón de ser del teatro: conocemos siendo. Si el acto de conocer nace de una identidad entre el sujeto conocedor y el objeto conocido, es decir de una fusión entre los dos polos que signan toda la manifestación –una parte activa y su complementaria pasiva–, de la misma manera se identifica lo contemplado con aquel que contempla: las pasiones presentadas sobre el escenario son las que se producen en el interior de cada espectador atento. Empleando un lenguaje alquímico podemos decir que ambos athanores, el que constituye el espacio interno de dicho espectador y la obra misma son uno solo, un único recinto encierra la combustión y sutilización de los elementos.

Y es en esta asimilación donde estriba la diferencia entre el teatro que ha sido concebido con las reglas del verdadero Arte y el que no. En este último por muchas combustiones-emociones que se pretendan y consigan, éstas se suceden horizontalmente progrediendo de forma aleatoria, buscando únicamente la complicidad con los aspectos más groseros e insignificantes del espectador-conocedor; los distintos personajes representan situaciones y estados de ánimo que se suceden sin ningún orden ni jerarquía, y aunque alguien pueda reconocerse en alguno de estos aspectos parciales, no por ello se ve interrogado acerca de su verdadera identidad, ni por tanto impelido a afrontar su propio misterio. No es así en el teatro de Shakespeare, donde se pone de manifiesto la analogía entre el macro y el microcosmos y por tanto la verdadera naturaleza del ser humano, naturaleza vertical que une el Cielo y la Tierra a través de los distintos planos intermedios que constituyen su alma. Es pues desde esta sabiduría que se nos brinda la posibilidad de un reconocimiento: los desequilibrios, contradicciones, muertes y renacimientos que encarnan los distintos personajes son las mismas pasiones de nuestra propia psique, todas ellas destellos de la verdadera pasión, la del fuego del amor al conocimiento, que separando lo sutil de lo grosero, "coagulando lo disuelto y disolviendo lo coagulado", y sin desaprovechar ningún elemento de la cocción, nos conduce en vertical ascenso hacia la sumidad del crisol, pequeña clave de bóveda, por donde se produce la salida del cosmos y la entrega al Misterio. Es claro que esta interpelación ante nosotros mismos no debe verse como una evasión, una salida hacia fuera, sino bien al contrario como un reencuentro con nuestra inicial esencia. El motor del deseo ya no nos desquicia sino que nos centra y aquieta, desde nuestra butaca nos sumimos en un mundo que más que con una solemne trascendencia nos conecta con la extrañeza de la paradoja, con aquello que siendo tan cercano y familiar nos resulta francamente novedoso.

Es preciso señalar que la sabiduría que ha generado esta estructura teatral, este cosmos en el que la tensión entre sus partes se compensan en equilibrio, no se aprecia únicamente como la creación de una individualidad genial, sino sobre todo como la plasmación de una corriente de saber claramente ubicada en un país y un momento histórico concretos. Se trata de la Inglaterra del Renacimiento isabelino, periodo en que el separatismo cartesiano todavía no se había instalado entre "lo interno" y "lo externo" y por tanto lo esotérico iluminaba la superficie de las cosas. Entre los años 1558 y 1606 bajo el reinado de Isabel I, la virgen vestal, se dio uno de estos espacios que se abren cíclicamente en el tiempo, en los que se propicia la comunicación con el tiempo mítico. En estas coordenadas, como muy bien ha explicado la historiadora Frances Yates en sus libros y muy especialmente en La Filosofía Oculta en la Epoca Isabelina y Las Ultimas obras de Shakespeare: una Nueva Interpretación, es donde recobran vigor el Hermetismo y la Cábala cristiana. Personajes fundamentales como Giordano Bruno y John Dee entre muchos otros, saben aprovechar esta situación privilegiada reabsorbiendo y plasmando en sus textos una magia presente en el mundo que les circunda, la cual una vez explicitada, estudiando las múltiples interrelaciones que suscita y que al mismo tiempo la efectivizan, revierte de nuevo en este mismo medio con toda su fuerza al contar con la conciencia de los que la intuyen. Es pues bien cierto que esta magia a la que nos referimos, no es ya un fenómeno mecánico que se añadiría de forma artificial a una realidad yerma que se prolonga horizontalmente, sino que todavía constituye –en aquel momento y aún en la actualidad para quien tenga la voluntad y la suerte de poderlo apreciar– la esencia misma de la vida. En verdad la magia no es otra cosa que el símbolo mismo con su doble facultad, por un lado de unión o puente entre distintos planos de la realidad y por otro de fuerza actuante, despertadora de la conciencia.

Y esta es la magia que encontramos en toda la obra de William Shakespeare. A veces concretamente encarnada en personajes fantásticos representando espíritus celestes como Ariel de La Tempestad, terrestres como Puck en El Sueño de una Noche de Verano o fuerzas oscuras como las brujas de Macbeth o Caliban y Sicorax también en La Tempestad. Y siempre presidiendo los bosques y las tabernas, los mercados y los palacios, gobernando situaciones tanto trágicas como cómicas así como las ideas y pensamientos de aquellos que las protagonizan. Todo ello expresado a través de un lenguaje que por su cualidad favorece las conexiones antes apuntadas, sugiriendo mundos sutiles dentro de otros más evidentes.

Si bien al principio de estas líneas veíamos cómo entre el espectador y la obra se crea una relación de complementariedad, en la que el primero parecería representar el principio activo y masculino, y el segundo pasivo y femenino, también es verdad que invirtiendo este orden vemos como es la idea representada la que penetra y fecunda a aquel que la comprende. La complementariedad no nos habla tanto de sus partes como de su unidad, y allí donde centremos nuestra atención, al nivel que sea, observaremos el mismo juego entre lo que asimila y lo asimilado. Esta interpenetración se evidencia también si observamos la multiplicidad de personajes del teatro shakespeariano, su repartición por sexos y en particular su distribución e interrelación de papeles. Aunque el protagonismo masculino puede parecer que a menudo ensombrezca el papel de la mujer, veremos cómo en realidad no es así. Es verdad que de las treinta y ocho obras que conforman el corpus shakespeariano, la mayoría de ellas tienen como título el nombre de un personaje masculino y tan sólo Romeo y Julieta, Antonio y Cleopatra, Troilo y Cresida, La Fierecilla Domada y Las Alegres Comadres de Windsor se refieren a personajes femeninos. Es más, en muchas de ellas el rol central masculino parece no tener una contrapartida de su altura en el femenino. Así Ofelia o la reina Gertrudis aparecen sólo como contrapuntos a la complejidad del príncipe Hamlet, igualmente las hijas del rey Lear parecen sólo exteriorizar los vicios y virtudes de su padre, la entereza de Desdémona empalidece frente a la desmesura de Otelo, incluso la maldad de lady Macbeth es sólo el acicate de la de su marido. Pero si nos apartamos de este punto de vista más bien analítico y cuantitativo, y nos dejamos llevar por las imágenes de las heroínas de Shakespeare que pueblan nuestra memoria, nos damos cuenta de que en absoluto quedan en un segundo plano ni en cuanto a su belleza, ni su fuerza, ni su inteligencia. Los versos de Miranda son muy pocos en comparación a los de su padre Próspero, pero en su juventud y a través de los acontecimientos que describe La Tempestad, ha atesorado la misma sabiduría.

Especial atención merecen los personajes femeninos que en un momento dado de la trama argumental se disfrazan y aparecen como varones. En Noche de Reyes Viola y Sebastián son dos hermanos gemelos de gran parecido cuyas vidas se separan a raíz de un naufragio, a partir de aquí Viola debe disfrazarse de hombre y se hace llamar Cesario empezando a trabajar como sirviente del duque Orsino del cual se enamora secretamente, a su vez éste le utiliza como mensajero de su amor no correspondido hacia Olivia, la cual se enamorará de aquel-aquella, y así en más creando un entramado que no se desmadejará hasta la aparición de Sebastián al final de la obra, culminando con las bodas de Orsino con Viola, y Sebastián con Olivia. En Como gustéis Rosalina, mujer de una intuición y sagacidad especiales, es expulsada de su corte debiendo ocultar su amor por Orlando, se traslada entonces a vivir al fabuloso bosque de Arden donde disfrazada de joven Ganimedes y a través de distintas peripecias, sabrá mantener vivo el amor de Orlando hasta la resolución final, que también quedará saldada con una doble boda. Estos cambios de rol sexual provocan pues una serie de malentendidos, enamoramientos cruzados y situaciones paradójicas que aparte de resolverse en escenas divertidas, no dejan de evocar en última instancia la figura del andrógino. Aquí a diferencia de la mayoría de los demás textos, la unión de los complementarios se nos manifiesta no sólo a partir de una pareja de enamorados y de sus posteriores nupcias, análogas a las bodas alquímicas que en aquellos momentos eran simbolizadas por la unión de la princesa Isabel con el Elector Palatino, sino que es a través de una mujer como se conjuga y transmite la misma idea. Rosalina sugiere esta ambivalencia sólo con su presencia, (sobre el papel al menos, otra cosa es dar con una actriz capaz de tal cometido) pues no siendo ni masculina ni femenina, es ambas cosas a la vez. Hermes y Afrodita, el azufre y el mercurio, ya fundidos dentro de la caverna, parecen preguntarnos desde el escenario ¿de quién o de qué se enamora en verdad uno, sino de aquella imagen externa que le provoca y recuerda el matrimonio preexistente en su interior?

Otro aspecto recurrente en la obra del dramaturgo inglés es el de muerte y resurrección, especialmente encarnado en varias de sus heroínas. Se trata a menudo de muertes que se revelan aparentes para el espectador siendo en cambio bien reales para los protagonistas. Este sería el caso de la Hero en Mucho ruido y pocas nueces, que muere a ojos de los que la rodean causando en ellos una verdadera disolución, en especial en su prometido Claudio que al dudar de su pureza deberá verla primero "muerta" para renacer con ella momentos antes de desposarla.

Pero quizás sea en las obras de la última etapa donde cobra especial relevancia el papel de la mujer devuelta a la vida, resucitada. Se trata de Pericles, Cimbelino y Cuento de Invierno, obras poco conocidas y menos aún representadas pero que cada una de ellas como un "pequeño todo" encierra un cosmos, cuya expresión dramática es tan inaudita y al mismo tiempo coherente, que ensombrece cualquier intento posterior de superación o modernización. Desfilan por sus páginas una serie de mujeres, en cada una de las cuales Shakespeare deposita su facultad generadora, sólo sus nombres son ya una presentación: Thaisa, Marina, Imogena, Perdita, Paulina y Hermione. Madres, hijas, amantes y fieles esposas que con su actitud viril, en el sentido que esta palabra tiene también de virtud espiritual y por tanto de eje vertical, mantienen centrada una acción, aunque sea mediante su muerte y posterior vuelta a la vida, regenerando así todo un entorno. Es decir contrarrestan con la fuerza centrípeta de su presencia, la fuerza centrífuga que a menudo los protagonistas masculinos vencidos por sus pasiones, ejemplifican.

En Pericles vemos como la reina Thaisa después de dar a luz a su hija Marina, muere a bordo de un navío y su cuerpo es encerrado en un cofre y arrojado al mar, volviendo posteriormente a la vida para ingresar como sacerdotisa en el templo de Diana antes de su reunión final con el rey.

Cimbelino, nos narra la historia de cómo Imogena, la hija del rey de Bretaña, para poderse unir con su amado de origen humilde y noble corazón, Póstumo Leonato, deberá negarse a la voluntad de su padre que la quiere desposar con el esbirro Cloten, atravesar diversas vicisitudes, entre las que destaca su conversión durante unas escenas en el paje Fidel, para finalmente también morir y renacer.

Por último en Cuento de Invierno, quizá una de las obras de Shakespeare en que la magia se hace más patente, vemos cómo la reina Hermione a raíz de unos celos infundados por su relación con el rey de Bohemia Políxenes, es repudiada por su marido Leontes, rey de Sicilia, que la encerrará en prisión donde dará a luz a su hija Perdita, a la cual el rey hará abandonar en un paraje desierto para que perezca. Consultado el Oráculo de Delfos éste dictaminará que la reina es inocente, que su hija ha sido legítimamente engendrada, y señalará además que el rey no tendrá ningún otro heredero si su hija no es encontrada; en este instante y ante la negativa de Leontes a aceptar dicha decisión, Hermione cae fulminada delante de todos los presentes. Los hechos se van sucediendo sin ninguna pretensión de verosimilitud, ni histórica ni geográfica, recordándonos más bien un cuento de niños narrado cerca del fuego en lo más frío del invierno. Transcurren dieciséis años durante los que asistimos a todo tipo de acontecimientos fantásticos, cambios de identidad, personajes devorados por animales salvajes, etc., y vemos cómo la joven Perdita es criada por un pastor en una mísera cabaña, donde casualmente conocerá al joven Florisel hijo de Políxenes. Todo este fabuloso devenir desembocará en una escena cumbre, donde ante los ojos absortos de todos y tras el arrepentimiento del rey Leontes, la reina Hermione convertida en estatua, recobra la vida de la mano de la maga Paulina.

Cabría abordar otros muchos aspectos sin agotar el papel de la mujer en la obra de Shakespeare. Serían indefinidos dada la magnitud de su legado y la riqueza de significados, los que no provienen tanto de una pretensión de explicitarlos como de la misma sabiduría oculta que comentábamos más arriba, y que pone a disposición de la intuición del lector-espectador la gracia de vislumbrarlos. Puede que Paulina, durante estos dieciséis años haya mantenido oculta a Hermione, que en lugar de morir sufriera tan sólo un desvanecimiento, pero Shakespeare deja la puerta abierta a la posibilidad de que durante este tiempo Paulina haya creado realmente una estatua de gran parecido a la reina y en el momento preciso, canalizando con sus poderes la catarsis de la escena, insufla aliento a la piedra muerta.

Terminaremos estas líneas refiriéndonos a la enigmática "dark lady", la mujer morena a quien Shakespeare dedica la segunda mitad de sus Sonetos, y que constituye también un claro ejemplo de lo que estamos diciendo. El amor expresado hacia esa mujer oscura va desde el deseo más carnal concretado en algunos versos con imágenes de claro componente sexual, por no decir genital, pasando por la lectura que haría corresponder su tez sombría a una privación de luz, análoga a la provocada por la esclavitud de los sentidos y que recuerda al poeta sus ansias de libertad. Hasta ¿por qué no?, la que vincularía dicha oscuridad al simbolismo más elevado del color negro, el que es anterior a cualquier polarización, incluso a toda determinación, algo imposible de definir ni tan sólo imaginar, pero que Shakespeare sabe hacer presente en el momento sin tiempo de la mirada de una mujer.


Nota
(*) [Este artículo apareció originalmente en la Revista SYMBOLOS: Arte - Cultura - Gnosis, Nº 27-28, "Lo Femenino - La Mujer". Barcelona, 2004. No hallándose ya en la web de la revista se publica hoy aquí con el permiso expreso de su autor.]

–––––     Home     –––––