Los Ciclos en la Historia y la Geografía I (*)
Francisco Ariza ︎⤤
Queremos
exponer aquí algunas ideas acerca de la doctrina tradicional de
los ciclos en su relación con la historia y la geografía.
En primer lugar, debemos decir que el estudio de los ciclos, o ciclología,
constituye una ciencia conocida desde la más remota antigüedad,
y de la que hoy en día apenas nada se sabe, aunque esto no signifique
que haya dejado de existir el objeto al que ella se refiere, que no es
otro que el tiempo y los períodos de su manifestación que
son los que determinan verdaderamente el proceso histórico de las
civilizaciones y las culturas humanas. Dicho estudio nos ofrece una extraordinaria
oportunidad de conocer la estructura viva del cosmos, de su arquitectura,
considerada como un mandala o un Todo perfectamente ensamblado cuya forma,
nacida de un Centro Arquetípico, es la expresión de las armoniosas
proporciones entre sus diferentes partes, o ciclos.
Pues la naturaleza del tiempo es ante todo cíclica,
y en modo alguno lineal como hoy en día se la considera habitualmente.
En verdad la concepción lineal del tiempo, y su representación
por medio de una línea recta, es exclusiva del hombre moderno, que
parte de la hipótesis errónea de un tiempo cuantitativo,
de un continuo indefinido que transcurre de manera uniforme (sin solución
de continuidad), ignorando los elementos cualitativos que en verdad lo
componen, siendo uno de los más importantes el de su periódica
y perenne regeneración. Por consiguiente, más exacta sería
su representación por medio de un círculo, que es en realidad
como siempre se ha figurado al tiempo en todos los pueblos tradicionales.1 Como nos recuerda Gaston Georgel en Les Rythmes dans l'Histoire,
la palabra ciclo proviene del griego "kiklos", que precisamente quiere
decir círculo, y por extensión "movimiento circular", que
incluye también una cadencia rítmica, regular y armoniosa,
como la que describen todos los cuerpos celestes en sus revoluciones periódicas,
comprendidos los movimientos de rotación y de traslación
de la tierra, el primero originando la alternancia de los días y
las noches (al girar sobre sí misma), y el segundo el ciclo anual
(al girar en torno al sol), con sus estaciones de invierno, primavera,
verano y otoño, las cuales están en correspondencia con los
cuatro puntos cardinales: norte, este, sur y oeste, respectivamente. Esa
noción de ritmo aplicada a la medición del tiempo conduce
necesariamente a la de número, como lo indica muy bien la palabra
igualmente griega "arithmos", que quiere decir medida, y cuyo significado
es precisamente número; de ahí aritmética, la ciencia
de los números. En efecto, la observación de las revoluciones
astrales permitió desde muy antiguo establecer las primeras pautas
y medidas del tiempo, desde las más sencillas (el día, el
mes, el año y el siglo) hasta las más complejas, como es
el caso de la precesión de los equinoccios, que se refieren a medidas
de tiempo mucho más extensas, como los ciclos cósmicos.
Los Ciclos Cósmicos
Sin embargo, entre todos los ciclos existen rigurosas
correspondencias y analogías, es decir proporciones y relaciones
mutuas, de tal manera que un ciclo pequeño reproduce en su escala
las mismas fases de un ciclo más grande, y viceversa. Esto se aprecia
particularmente en el ciclo del año, al que podemos considerar como
un modelo en su escala de los grandes ciclos cósmicos. De hecho
la expresión "Gran Año", empleada por muchas culturas antiguas,
como la griega o la caldea, alude precisamente a uno de esos ciclos, concretamente
al que hace referencia a la mitad de la precesión de los equinoccios,
que es exactamente de 12.960 años, y que supone una medida fundamental
para conocer la duración exacta del ciclo completo de la humanidad,
llamado Manvántara en el hinduismo, y que según los
datos tradicionales es de 64.800 años.
Por otro lado, todos los números cíclicos
están vinculados a la división geométrica del círculo,
como se advierte por ejemplo en la rueda zodiacal. Esta rueda es imaginaria,
pues supone la división en doce partes iguales de la línea
de la eclíptica, trazada por el recorrido aparente que el sol cumple
anualmente alrededor de la tierra, aunque sea ésta en verdad la
que se mueve en torno al sol. Cada una de esas doce partes tiene 30 grados,
lo que da el total de 360 grados (= 12 x 30), que son los de la circunferencia
misma. Precisamente la rueda zodiacal es considerada como el "reloj cósmico"
por excelencia. Ella regula, es decir ordena y hace inteligible para el
hombre, la recurrencia periódica del acontecer cíclico, al
traducirlo cronológicamente con medidas exactas de tiempo, ya se
trate del año o de la precesión de los equinoccios, expresando
así a nivel sensible el orden invariable de las leyes sutiles que
gobiernan la "máquina del mundo". Este fenómeno astronómico
de la precesión de los equinoccios es el resultado de un tercer
movimiento de la tierra distinto al de rotación y de traslación,
el cual es ocasionado por las diferentes atracciones gravitacionales que
ejercen el sol, la luna y los planetas sobre la banda ecuatorial terrestre.
Esto hace que la tierra recule sobre sí misma en sentido contrario
al de rotación, lo que motiva que el sol, en su movimiento aparente,
se retrase casi un minuto (exactamente 50 segundos) cada año en
llegar al punto vernal, o equinoccio de primavera, que es la entrada en
el signo de Aries. El sol recorre entonces precesionalmente un grado de
la circunferencia zodiacal cada 72 años, 30º en 2.160 años
(= 30 x 72), y los 360º en 25.920 años (= 2.160 x 12). Asimismo,
como el eje terrestre está inclinado 23º 27' con respecto al
eje de la eclíptica, es decir que no es perpendicular al de su órbita,
resulta que ese movimiento precesional hace que la tierra gire como si
fuera una peonza (es decir basculando), con lo cual si prolongamos ese
eje sobre el fondo celeste, observamos que éste traza un círculo
completo al finalizar el movimiento de precesión, es decir cada
25.920 años. Como veremos más adelante, todo esto es sumamente
importante, tanto astronómica como simbólicamente, pues es
ese punto de la bóveda del cielo que la prolongación del
eje terrestre señala, el que constituye verdaderamente nuestro polo
celeste, es decir el centro en torno al cual gira todo nuestro universo
visible.
Hablando del ciclo de 2.160 años (que recordemos
representa 30º en el recorrido de la rueda zodiacal) diremos que éste
es llamado "Gran Mes" en algunas tradiciones, correspondiendo entonces
a una "era zodiacal", pues el sol en su recorrido precesional tarda justamente
2.160 años en recorrer un signo zodiacal, atravesando también
las doce constelaciones que llevan los mismos nombres que los signos. Es
el recorrido por esas constelaciones el que determina estas eras, a las
que siempre se ha concedido una gran importancia al considerárselas
como "ciclos de civilización". Pero de las "eras zodiacales", así
como del fenómeno astronómico de la precesión de los
equinoccios, se ha hablado detallada y ampliamente en varios artículos
del Nº 15-16 de la Revista SYMBOLOS,2 por lo que remitimos al lector a todo cuanto ya se dijo, aunque lógicamente
tendremos que referirnos de vez en cuando a lo allí expuesto debido
a la naturaleza de lo que aquí intentamos explicar de manera muy
resumida: el carácter cíclico de la historia y la geografía,
pero destacando sobre todo algunos de sus aspectos simbólicos, siempre
vinculados a las leyes del cosmos y a los principios de orden espiritual
y metafísico.
En términos generales todo ciclo representa el
proceso de desarrollo de un estado cualquiera de manifestación,
ya se trate del estado de un ser o de un mundo, y en el caso de la historia
humana, del proceso de sus culturas y civilizaciones sometidas, en su realidad
horizontal, a las leyes inexorables de los ritmos y ciclos cósmicos.
Hemos dicho anteriormente que esa historia, desde su principio hasta su
fin, está comprendida dentro del Manvántara, el cual
se divide en cuatro edades o períodos, siguiendo así el modelo
cuaternario de todo ciclo. Pero a su vez el Manvántara está
comprendido dentro de un ciclo más grande, llamado Kalpa,
el cual representa el desarrollo completo de un mundo o cosmos. No existe
un ciclo más extenso que el Kalpa, pues él contiene
en su inmensidad temporal todos los ciclos de ciclos posibles. Un Kalpa contiene catorce Manvántaras, divididos en dos series septenarias.
Según la tradición hindú nuestro Manvántara actual es precisamente el último de la primera serie, y todavía
faltarían siete más para que finalice el presente Kalpa.
Al final de éste se produce lo que se denomina un pralaya,
que representa una disolución o reabsorción del tiempo cósmico
en el seno de Brahma, el dios creador. Se dice que un pralaya dura
tanto como un Kalpa, y si éste es un día de Brahma,
un pralaya es una noche. Pero tras esa noche, un nuevo Kalpa nace, y a un Kalpa sucede otro, en forma indefinida, y todo el conjunto
de Kalpas constituye el desarrollo íntegro de la existencia
universal, conformando así la "cadena de los mundos", compuesta
de 360 Kalpas o un "año de Brahma", finalizado el cual acaece
un Mahapralaya, la "gran disolución". La vida de Brahma es
de 108 de esos años, pero cuando un Brahma se acuesta, otro se levanta,
y su número no tiene fin, y a este respecto dice un texto hindú:
"¿Tendrás la presunción de contarlos?"3
Ante la perspectiva de la inmensidad de un tiempo que
se agota y renace indefinidamente, no tenemos más remedio que relativizar
nuestro propio tiempo particular e individual, que se nos revela como totalmente
ilusorio y evanescente ante la asombrosa realidad de los grandes ciclos
cósmicos. Pero no podemos sustituir una ilusión por otra
ilusión, pues en el fondo de lo que se trata es de concebir que
más allá de ese encadenamiento sin fin, de esa perpetuidad
cíclica, existe una realidad inmutable: el dominio del Ser y los
principios eternos, no sujetos al cambio y al devenir. Lo que queremos
decir es que el conocimiento de la verdadera naturaleza del tiempo cíclico
se ha de convertir en un soporte simbólico significativo que nos
permita acceder a esa realidad, dado que nada de lo que se manifiesta tiene
su fin en sí mismo, sino que es tan sólo el reflejo de las
causas que permiten el desarrollo de su existencia dentro de un enmarque
inteligente e inteligible, y que no es otro que el propio cosmos. En este
sentido, un componente esencial de todas las cosmogonías tradicionales
es el tiempo mítico, que en verdad es un no-tiempo al referirse
siempre a los orígenes anteriores al tiempo, pues como dice René
Guénon también existen orígenes atemporales. A ellos
aluden constantemente todos los mitos creacionales, que se constituyen
en un centro o eje fijo en torno al cual se ordena y desarrolla la vida
y la cultura de una civilización tradicional. El tiempo mítico
es el tiempo sagrado, el tiempo real y verdadero, aquel en el que los dioses
hablan a los hombres y les revelan lo esencial, lo que han de saber para
que su existencia, es decir su propia historia y realidad personal, signifique
algo más que una anécdota en el inmenso océano de
lo creado, en constante devenir.
En su libro Mitos y Símbolos de la India4 el historiador Heinrich Zimmer recoge un relato hindú donde
se cuenta una de esas historias ejemplares que permiten la ruptura del
tiempo reincidente y la posibilidad de actualizar aquí y ahora ese
tiempo mítico y sagrado, que siempre "es" y no cambia nunca. Se
trata de las aventuras acaecidas a Indra, el rey de los dioses, el cual
siente un orgullo desmedido tras vencer al dragón Vrtra, que representa
el caos primigenio anterior al orden cósmico. Para celebrar su victoria,
Indra manda al dios arquitecto Visvakarman construir el más bello
palacio jamás visto. Pero Indra nunca se siente satisfecho, lo que
acaba con la paciencia de Visvakarman, quien se queja a Brahma, el cual
promete interceder en su ayuda ante Vishnu, el Ser Supremo. Vishnu acepta,
y tras transformarse en un niño harapiento visita a Indra en su
palacio, dispuesto a sanarlo de su orgullo y devolverlo a la realidad.
Sin revelarle su identidad, Vishnu le habla de los innumerables Indras
que hasta ese momento han poblado los innumerables universos, cada uno
con sus indefinidos Manvántaras y Kalpas, es decir
le muestra la naturaleza del tiempo cíclico, que siempre cambia
y "nunca" es. En un momento dado aparece en el palacio una procesión
de hormigas, y ante esa visión Vishnu suelta una gran carcajada.
Cada una de esas hormigas fue en su momento un Indra, dice Vishnu. En virtud
de sus acciones pasadas cada una ascendió al rango de Rey de los
Dioses, pero ahora, tras multitud de transmigraciones cada uno se ha convertido
otra vez en hormiga. Indra comprende entonces el error de su vanidad y
orgullo, recompensa abundantemente a Visvakarman y renuncia a agrandar
su palacio.
En Imágenes y Símbolos5 Mircea Eliade resume el texto de Zimmer y reflexiona posteriormente sobre
su contenido. En este mito, señala Eliade, Indra recibe de Vishnu
una historia verdadera: "la verdadera historia de la creación
y destrucción eterna [perpetua, diríamos más bien
nosotros] de los mundos, al lado de la cual su propia historia, las aventuras
heroicas sin fin que culminan en la victoria sobre Vrtra parecen ser, en
efecto, 'historias falsas', es decir carentes de significación trascendente.
La historia verdadera le revela el Gran Tiempo, el tiempo mítico,
que es la verdadera fuente de todo ser y de todo acontecimiento cósmico.
Porque puede superar su 'situación' condicionada históricamente,
y porque logra romper el velo ilusorio creado por el tiempo profano, es
decir, por su propia 'historia', Indra sana de su orgullo y su ignorancia;
en términos cristianos, se 'salva'. Y esta función redentora
del mito no sólo vale para Indra, sino también para cada
uno de los humanos que oyen su aventura. Trascender el tiempo profano,
encontrar el Gran Tiempo mítico, equivale a una revelación
de la realidad última. Realidad estrictamente metafísica,
a la que no puede llegarse sino a través de los símbolos
y los mitos". "En la perspectiva del Gran Tiempo, continúa Eliade,
toda existencia es precaria, evanescente, ilusoria. Consideradas sobre
el plano de los ciclos y ritmos cósmicos mayores, sobre el plano
de los Kalpas y los Manvántaras, resultan efímeras,
y en cierto modo irreales, no sólo la existencia humana y la historia
en sí misma -con todos los Imperios, Dinastías, Revoluciones
y contra-revoluciones sin fin-, sino que también el Universo mismo
se vacía de realidad porque los Universos nacen continuamente de
los innumerables poros del cuerpo de Vishnu, y desaparecen como una pompa
de aire que estalla en la superficie de las aguas. La existencia en el
tiempo, ontológicamente es una inexistencia, una irrealidad. Esta
mesa es irreal no porque no exista en el sentido propio del término,
porque fuera una ilusión de nuestros sentidos, ya que no es una
ilusión: existe en este preciso momento; esta mesa es ilusoria porque
ya no existirá dentro de 10.000 ó de 100.000 años.
El mundo histórico, las sociedades y civilizaciones construidas
penosamente por el esfuerzo de millares de generaciones, todo eso es ilusorio,
porque en el plano de los ritmos cósmicos, el mundo histórico
dura el espacio de un instante".
En la inmensidad de los grandes ciclos, el tiempo de una
vida particular es, en efecto, insignificante. Y sin embargo reconocer
este hecho es situar precisamente esa vida en su auténtica dimensión
y en el lugar que le corresponde dentro del concierto de la existencia
cósmica, pues como dice finalmente Eliade, "lo importante no es
siempre renunciar a la situación histórica, esforzándose
en vano por alcanzar el Ser universal, sino conservar constantemente en
el espíritu las perspectivas del Gran Tiempo, mientras en el tiempo
histórico se continúa realizando el propio deber".6
En el marco de una cultura arcaica y tradicional ese deber
consiste esencialmente en el cumplimiento por parte del ser humano "de
lo que fue hecho en el origen", es decir en vivenciar y actualizar en el
tiempo histórico (mediante su ritualización periódica)
la realidad sagrada manifestada en el relato mítico, realidad expresada
también a través de los códigos simbólicos
(igualmente revelados) como vehículos sensibles que son de las ideas
y los principios universales.7 Es de esta manera como la historia, y la existencia humana, adquiere un
sentido superior y trascendente, viviendo de acuerdo a esa enseñanza
y teniendo la conciencia permanente del "Centro del Mundo" y su conexión
constante con él mediante la comprensión de lo revelado por
los mitos y los códigos simbólicos, que, en efecto, articulan
y estructuran todas las manifestaciones de una cultura tradicional (su
arte, su ciencia, su filosofía, su cosmogonía y su metafísica),
ya sea en las más primitivas y arcaicas como en las grandes civilizaciones
históricas.
En palabras de Guénon, ese "Centro del Mundo" (que
es simultáneamente el "centro del tiempo" y el "centro del espacio")
es atravesado por el sûtrâtmâ o "hilo de Âtmâ",
es decir por el Gran Espíritu, y constituye el eje vertical o "hálito
sutil" que sostiene a los mundos y a todos los seres manifestados, a los
que "hace subsistir y sin el cual no podrían tener realidad alguna
ni existir en ningún modo". Y añade: "Cada mundo, o cada
estado de existencia, puede representarse por una esfera que el hilo atraviesa
diametralmente, de modo de constituir el eje que une los dos polos de la
esfera; se ve así que el eje de este mundo (o de cualquier ciclo
de manifestación) no es, propiamente hablando, sino un segmento
del eje mismo de la manifestación universal, y de este modo se establece
la continuidad efectiva de todos los estados incluidos en esa manifestación".8
El ciclo del Manvántara
Teniendo en cuenta todo lo que se ha dicho hasta el momento,
podemos abordar ahora la cuestión del ciclo cósmico del Manvántara,
en el que se inserta el desarrollo de la historia humana desde su comienzo
hasta su fin. Según la terminología hindú, la palabra Manvántara quiere decir exactamente "era de Manú",
quien representa un Principio de orden espiritual, identificándose
con el Legislador universal o Inteligencia cósmica que promulga,
de acuerdo a la Voluntad divina y la Sabiduría Perenne, la Ley,
o Dharma, que rige nuestro ciclo de existencia (el Manvántara),
que es como un reflejo del propio orden cósmico o harmonia mundi.
Formulando esa Ley adaptada a las condiciones del ciclo humano, Manú
es también el arquetipo del hombre, su principio celeste, y en este
sentido representa nuestro verdadero Ser, nuestro Ancestro o Progenitor
primordial, a quien la tradición hindú da el nombre de Prajâpati,
"el Señor de los seres producidos". Se trata de una progenitura
espiritual, que no carnal, evidentemente, es decir de aquel Principio que
nos da la vida en el sentido vertical y esencial, no en el sentido horizontal
y substancial. "No te asombres de que te haya dicho: Tenéis que
nacer de lo alto" (Juan, III, 7). Todos los pueblos antiguos, cuando hablan
de su Ancestro primordial, en el fondo se están refiriendo a Manú
(o a un aspecto de éste), que aunque no designe ni un personaje
histórico ni legendario, sin embargo la raíz etimológica
de su nombre la encontramos en los antepasados fundadores de muchas tradiciones:
por ejemplo en el Menes egipcio,9 en el Minos griego, en el Menw celta, e incluso en Numa (al revés
Manu), uno de los siete reyes legisladores de la antigua Roma.
Asimismo encontramos idéntica concordancia en el
nombre hebreo Emmanuel, con el que es designado Cristo al nacer, y que
significa "Dios en nosotros". Manú es llamado también "El
Rey del Mundo" (título dado a Dios mismo en varias tradiciones),
o "Monarca Universal", idéntico al Chakravarti hindú y budista,
el "Señor de la Rueda" del mundo, pues mora en su centro y la hace
girar sin participar empero de su movimiento, es decir de sus revoluciones
cíclicas, siendo, sin embargo, el Principio que la vivifica. Es,
por tanto, el "Motor inmóvil" del que habla Aristóteles,
el Polo espiritual en torno al cual gira todo nuestro mundo, al que da
estabilidad, firmeza y duración.10 En este sentido, añadiremos que uno de los atributos de Manú
es el de "sostén de las almas en el Espíritu de Dios", identificándose
así con el "hilo" de Âtma, o sutrâtma. Manú
es ese hilo o eje con respecto al Manvántara, al que "atraviesa"
desde su comienzo hasta su conclusión. Pero, como señala
Guénon, "lo que interesa esencialmente destacar aquí es que
ese principio (Manú) puede ser manifestado por un centro espiritual
establecido, en el mundo terrestre, por una organización encargada
de conservar íntegramente el depósito de la tradición
sagrada, de origen 'no-humano', según la cual la Sabiduría
primordial se comunica a través de las edades a quienes son capaces
de recibirla".11
Esa tradición sagrada no es otra que la que se
ha dado en llamar Tradición primordial, de la que han emanado todas
las culturas tradicionales (como emanan de su centro los radios de la rueda),
aunque siempre debiéndose de adaptar éstas a las circunstancias
de tiempo y de lugar, circunstancias que son las que verdaderamente han
marcado las diferencias que han podido existir entre unas y otras. Diferencias
sólo en la forma, que no en el fondo o en el núcleo interior
y metafísico, que es precisamente al que se refiere Guénon
cuando habla de la Sabiduría supra-humana, y que lo es porque corresponde
a los Principios esenciales de todas las cosas. De esos principios, de
las ideas eternas, deriva la Ciencia Sagrada, la que ha dado lugar a su
vez a los códigos simbólicos de todos los pueblos (que incluyen
los textos sapienciales, los mitos y los ritos), de ahí su carácter
revelador y el papel que desempeñan como vehículos transmisores
del Conocimiento. Recordaremos, en este sentido, que la palabra tradición
equivale a transmisión (ambas proceden del latín tradere);
esta identificación es fundamental, pues no se concibe la tradición
sin la transmisión del saber que ella conserva, y en el que tiene
su razón de ser. Si la tradición no implicara su transmisión,
no hubiera habido, ni habría, posibilidad alguna para el hombre
de concebir una realidad por encima de su condición individual,
quedando encerrado en el mundo sublunar o samsâra, el del
cambio y el devenir, el de la generación y la corrupción,
que es al que esa condición pertenece.12
La Tradición primigenia se manifestó con
toda su plenitud en el origen mismo del Manvántara, y su
ocultamiento (que no desaparición) se fue produciendo paulatinamente
a lo largo del desarrollo cíclico, el cual supone, por definición,
un alejamiento cada vez más acentuado de dicho origen. Esta es la
razón de que, desde el punto de vista tradicional, ese desarrollo
se tome no como una evolución o un "progreso", como lo considera
la ciencia moderna en general, sino como una involución o un "retroceso",
como un gradual "descenso" en la materialidad y la solidificación,
que afecta no sólo al ser humano, sino al conjunto de la naturaleza
y del cosmos. Utilizando el símbolo del círculo, podríamos
decir que ese desarrollo cíclico va del centro a la periferia, del
origen a lo más alejado de éste. El mismo símbolo,
con la cruz inscrita en su interior, nos ofrece una imagen perfecta de
los cuatro períodos en que se fragmenta el Manvántara,
y en general cualquier ciclo, que siempre tiene una estructura cuaternaria,
como ya hemos tenido ocasión de ver. En el caso del Manvántara,
cada una de esas partes se corresponde con cada uno de sus cuatro períodos
o edades, que la tradición hindú denomina yugas. Sus
nombres son krita-yuga, trêtâ-yuga, dwâpara-yuga y por último kali-yuga. Estas edades se corresponden con
las que la tradición greco-latina denominó la "edad de oro",
la "edad de plata", la "edad de bronce" y la "edad de hierro", respectivamente.
Cada edad constituye un ciclo dentro del gran ciclo del Manvántara,
pero sus duraciones varían de unas a otras. Esto se debe a que el
tiempo en cada una de esas edades posee una cualidad propia y no transcurre
siempre a la misma velocidad por el hecho de que no es uniforme, como ya
apuntamos. Esa cualidad influye y determina el carácter de la historia
humana, es decir de los acontecimientos que se producen en un período
dado de esa misma historia, los que a su vez reflejarán un orden
de cosas más elevadas, sutiles y en armonía con las verdades
esenciales (es decir que son más cualitativos), cuanto más
cercana esa época esté del origen, todo lo contrario de lo
que ocurre en una época ya no tan próxima a él, como
por ejemplo es la nuestra, que por ello mismo está sumida en el
"reino de la cantidad" y de lo superficial.
En consecuencia cada yuga o edad del Manvántara necesariamente también reflejará esos elementos cualitativos
del tiempo, que será más amplio y "lentificado" en la primera
de esas edades, y progresivamente cada vez más contraído
y veloz conforme se va pasando de una edad a otra. Por eso las cuatro edades
del Manvántara se suceden según la proporción
de los números 4-3-2-1, es decir de mayor a menor, que es la misma
de la tetraktys pitagórica: 1-2-3-4 (cuya suma da 10), pero
en sentido inverso. Esto explica la estrecha relación que existe
entre el cuaternario y el denario, de tal forma que en el primero está
ya incluido el segundo, es decir que el denario representa el desarrollo
completo de todas las posibilidades comprendidas en el cuaternario a lo
largo del tiempo y del espacio. Como el 10, el número 4 expresa
la idea de totalidad, y corresponde a la primera de esas edades, el krita-yuga,
cuya duración se estima en 25.920 años, lo cual supone un
ciclo completo de la precesión de los equinoccios (12 x 2.160).
La segunda edad, el trêtâ-yuga, representada por el
número 3, implica un acortamiento de esa duración,13 pues la precesión ha sido recorrida en sus tres cuartas partes,
lo que traducido en años da 19.440 (= 9 x 2.160). La duración
de la tercera edad, el dwâpara-yuga, representada por el número
2, es exactamente la mitad de la precesión de los equinoccios, es
decir de 12.960 años (= 6 x 2.160). Y por último, la duración
de la cuarta edad, el kali-yuga, equivalente al número 1,
es tan sólo de 1/4 de la precesión, esto es de 6.480 años
(= 3 x 2.160). La suma de todas esas duraciones da la edad completa del Manvántara: 64.800. |