Mapa del sistema solar. A. Cellarius, Harmonia macrocosmica, Amsterdam 1661.
A. Cellarius, Harmonia macrocosmica
Amsterdam 1661

Los Ciclos en la Historia y la Geografía I (*)

  Francisco Ariza

Queremos exponer aquí algunas ideas acerca de la doctrina tradicional de los ciclos en su relación con la historia y la geografía. En primer lugar, debemos decir que el estudio de los ciclos, o ciclología, constituye una ciencia conocida desde la más remota antigüedad, y de la que hoy en día apenas nada se sabe, aunque esto no signifique que haya dejado de existir el objeto al que ella se refiere, que no es otro que el tiempo y los períodos de su manifestación que son los que determinan verdaderamente el proceso histórico de las civilizaciones y las culturas humanas. Dicho estudio nos ofrece una extraordinaria oportunidad de conocer la estructura viva del cosmos, de su arquitectura, considerada como un mandala o un Todo perfectamente ensamblado cuya forma, nacida de un Centro Arquetípico, es la expresión de las armoniosas proporciones entre sus diferentes partes, o ciclos. 

Pues la naturaleza del tiempo es ante todo cíclica, y en modo alguno lineal como hoy en día se la considera habitualmente. En verdad la concepción lineal del tiempo, y su representación por medio de una línea recta, es exclusiva del hombre moderno, que parte de la hipótesis errónea de un tiempo cuantitativo, de un continuo indefinido que transcurre de manera uniforme (sin solución de continuidad), ignorando los elementos cualitativos que en verdad lo componen, siendo uno de los más importantes el de su periódica y perenne regeneración. Por consiguiente, más exacta sería su representación por medio de un círculo, que es en realidad como siempre se ha figurado al tiempo en todos los pueblos tradicionales.1 Como nos recuerda Gaston Georgel en Les Rythmes dans l'Histoire, la palabra ciclo proviene del griego "kiklos", que precisamente quiere decir círculo, y por extensión "movimiento circular", que incluye también una cadencia rítmica, regular y armoniosa, como la que describen todos los cuerpos celestes en sus revoluciones periódicas, comprendidos los movimientos de rotación y de traslación de la tierra, el primero originando la alternancia de los días y las noches (al girar sobre sí misma), y el segundo el ciclo anual (al girar en torno al sol), con sus estaciones de invierno, primavera, verano y otoño, las cuales están en correspondencia con los cuatro puntos cardinales: norte, este, sur y oeste, respectivamente. Esa noción de ritmo aplicada a la medición del tiempo conduce necesariamente a la de número, como lo indica muy bien la palabra igualmente griega "arithmos", que quiere decir medida, y cuyo significado es precisamente número; de ahí aritmética, la ciencia de los números. En efecto, la observación de las revoluciones astrales permitió desde muy antiguo establecer las primeras pautas y medidas del tiempo, desde las más sencillas (el día, el mes, el año y el siglo) hasta las más complejas, como es el caso de la precesión de los equinoccios, que se refieren a medidas de tiempo mucho más extensas, como los ciclos cósmicos. 

Los Ciclos Cósmicos

Sin embargo, entre todos los ciclos existen rigurosas correspondencias y analogías, es decir proporciones y relaciones mutuas, de tal manera que un ciclo pequeño reproduce en su escala las mismas fases de un ciclo más grande, y viceversa. Esto se aprecia particularmente en el ciclo del año, al que podemos considerar como un modelo en su escala de los grandes ciclos cósmicos. De hecho la expresión "Gran Año", empleada por muchas culturas antiguas, como la griega o la caldea, alude precisamente a uno de esos ciclos, concretamente al que hace referencia a la mitad de la precesión de los equinoccios, que es exactamente de 12.960 años, y que supone una medida fundamental para conocer la duración exacta del ciclo completo de la humanidad, llamado Manvántara en el hinduismo, y que según los datos tradicionales es de 64.800 años. 

Por otro lado, todos los números cíclicos están vinculados a la división geométrica del círculo, como se advierte por ejemplo en la rueda zodiacal. Esta rueda es imaginaria, pues supone la división en doce partes iguales de la línea de la eclíptica, trazada por el recorrido aparente que el sol cumple anualmente alrededor de la tierra, aunque sea ésta en verdad la que se mueve en torno al sol. Cada una de esas doce partes tiene 30 grados, lo que da el total de 360 grados (= 12 x 30), que son los de la circunferencia misma. Precisamente la rueda zodiacal es considerada como el "reloj cósmico" por excelencia. Ella regula, es decir ordena y hace inteligible para el hombre, la recurrencia periódica del acontecer cíclico, al traducirlo cronológicamente con medidas exactas de tiempo, ya se trate del año o de la precesión de los equinoccios, expresando así a nivel sensible el orden invariable de las leyes sutiles que gobiernan la "máquina del mundo". Este fenómeno astronómico de la precesión de los equinoccios es el resultado de un tercer movimiento de la tierra distinto al de rotación y de traslación, el cual es ocasionado por las diferentes atracciones gravitacionales que ejercen el sol, la luna y los planetas sobre la banda ecuatorial terrestre. Esto hace que la tierra recule sobre sí misma en sentido contrario al de rotación, lo que motiva que el sol, en su movimiento aparente, se retrase casi un minuto (exactamente 50 segundos) cada año en llegar al punto vernal, o equinoccio de primavera, que es la entrada en el signo de Aries. El sol recorre entonces precesionalmente un grado de la circunferencia zodiacal cada 72 años, 30º en 2.160 años (= 30 x 72), y los 360º en 25.920 años (= 2.160 x 12). Asimismo, como el eje terrestre está inclinado 23º 27' con respecto al eje de la eclíptica, es decir que no es perpendicular al de su órbita, resulta que ese movimiento precesional hace que la tierra gire como si fuera una peonza (es decir basculando), con lo cual si prolongamos ese eje sobre el fondo celeste, observamos que éste traza un círculo completo al finalizar el movimiento de precesión, es decir cada 25.920 años. Como veremos más adelante, todo esto es sumamente importante, tanto astronómica como simbólicamente, pues es ese punto de la bóveda del cielo que la prolongación del eje terrestre señala, el que constituye verdaderamente nuestro polo celeste, es decir el centro en torno al cual gira todo nuestro universo visible. 

Hablando del ciclo de 2.160 años (que recordemos representa 30º en el recorrido de la rueda zodiacal) diremos que éste es llamado "Gran Mes" en algunas tradiciones, correspondiendo entonces a una "era zodiacal", pues el sol en su recorrido precesional tarda justamente 2.160 años en recorrer un signo zodiacal, atravesando también las doce constelaciones que llevan los mismos nombres que los signos. Es el recorrido por esas constelaciones el que determina estas eras, a las que siempre se ha concedido una gran importancia al considerárselas como "ciclos de civilización". Pero de las "eras zodiacales", así como del fenómeno astronómico de la precesión de los equinoccios, se ha hablado detallada y ampliamente en varios artículos del Nº 15-16 de  la Revista SYMBOLOS,2 por lo que remitimos al lector a todo cuanto ya se dijo, aunque lógicamente tendremos que referirnos de vez en cuando a lo allí expuesto debido a la naturaleza de lo que aquí intentamos explicar de manera muy resumida: el carácter cíclico de la historia y la geografía, pero destacando sobre todo algunos de sus aspectos simbólicos, siempre vinculados a las leyes del cosmos y a los principios de orden espiritual y metafísico. 

En términos generales todo ciclo representa el proceso de desarrollo de un estado cualquiera de manifestación, ya se trate del estado de un ser o de un mundo, y en el caso de la historia humana, del proceso de sus culturas y civilizaciones sometidas, en su realidad horizontal, a las leyes inexorables de los ritmos y ciclos cósmicos. Hemos dicho anteriormente que esa historia, desde su principio hasta su fin, está comprendida dentro del Manvántara, el cual se divide en cuatro edades o períodos, siguiendo así el modelo cuaternario de todo ciclo. Pero a su vez el Manvántara está comprendido dentro de un ciclo más grande, llamado Kalpa, el cual representa el desarrollo completo de un mundo o cosmos. No existe un ciclo más extenso que el Kalpa, pues él contiene en su inmensidad temporal todos los ciclos de ciclos posibles. Un Kalpa contiene catorce Manvántaras, divididos en dos series septenarias. Según la tradición hindú nuestro Manvántara actual es precisamente el último de la primera serie, y todavía faltarían siete más para que finalice el presente Kalpa. Al final de éste se produce lo que se denomina un pralaya, que representa una disolución o reabsorción del tiempo cósmico en el seno de Brahma, el dios creador. Se dice que un pralaya dura tanto como un Kalpa, y si éste es un día de Brahma, un pralaya es una noche. Pero tras esa noche, un nuevo Kalpa nace, y a un Kalpa sucede otro, en forma indefinida, y todo el conjunto de Kalpas constituye el desarrollo íntegro de la existencia universal, conformando así la "cadena de los mundos", compuesta de 360 Kalpas o un "año de Brahma", finalizado el cual acaece un Mahapralaya, la "gran disolución". La vida de Brahma es de 108 de esos años, pero cuando un Brahma se acuesta, otro se levanta, y su número no tiene fin, y a este respecto dice un texto hindú: "¿Tendrás la presunción de contarlos?"3 

Ante la perspectiva de la inmensidad de un tiempo que se agota y renace indefinidamente, no tenemos más remedio que relativizar nuestro propio tiempo particular e individual, que se nos revela como totalmente ilusorio y evanescente ante la asombrosa realidad de los grandes ciclos cósmicos. Pero no podemos sustituir una ilusión por otra ilusión, pues en el fondo de lo que se trata es de concebir que más allá de ese encadenamiento sin fin, de esa perpetuidad cíclica, existe una realidad inmutable: el dominio del Ser y los principios eternos, no sujetos al cambio y al devenir. Lo que queremos decir es que el conocimiento de la verdadera naturaleza del tiempo cíclico se ha de convertir en un soporte simbólico significativo que nos permita acceder a esa realidad, dado que nada de lo que se manifiesta tiene su fin en sí mismo, sino que es tan sólo el reflejo de las causas que permiten el desarrollo de su existencia dentro de un enmarque inteligente e inteligible, y que no es otro que el propio cosmos. En este sentido, un componente esencial de todas las cosmogonías tradicionales es el tiempo mítico, que en verdad es un no-tiempo al referirse siempre a los orígenes anteriores al tiempo, pues como dice René Guénon también existen orígenes atemporales. A ellos aluden constantemente todos los mitos creacionales, que se constituyen en un centro o eje fijo en torno al cual se ordena y desarrolla la vida y la cultura de una civilización tradicional. El tiempo mítico es el tiempo sagrado, el tiempo real y verdadero, aquel en el que los dioses hablan a los hombres y les revelan lo esencial, lo que han de saber para que su existencia, es decir su propia historia y realidad personal, signifique algo más que una anécdota en el inmenso océano de lo creado, en constante devenir. 

En su libro Mitos y Símbolos de la India4 el historiador Heinrich Zimmer recoge un relato hindú donde se cuenta una de esas historias ejemplares que permiten la ruptura del tiempo reincidente y la posibilidad de actualizar aquí y ahora ese tiempo mítico y sagrado, que siempre "es" y no cambia nunca. Se trata de las aventuras acaecidas a Indra, el rey de los dioses, el cual siente un orgullo desmedido tras vencer al dragón Vrtra, que representa el caos primigenio anterior al orden cósmico. Para celebrar su victoria, Indra manda al dios arquitecto Visvakarman construir el más bello palacio jamás visto. Pero Indra nunca se siente satisfecho, lo que acaba con la paciencia de Visvakarman, quien se queja a Brahma, el cual promete interceder en su ayuda ante Vishnu, el Ser Supremo. Vishnu acepta, y tras transformarse en un niño harapiento visita a Indra en su palacio, dispuesto a sanarlo de su orgullo y devolverlo a la realidad. Sin revelarle su identidad, Vishnu le habla de los innumerables Indras que hasta ese momento han poblado los innumerables universos, cada uno con sus indefinidos Manvántaras y Kalpas, es decir le muestra la naturaleza del tiempo cíclico, que siempre cambia y "nunca" es. En un momento dado aparece en el palacio una procesión de hormigas, y ante esa visión Vishnu suelta una gran carcajada. Cada una de esas hormigas fue en su momento un Indra, dice Vishnu. En virtud de sus acciones pasadas cada una ascendió al rango de Rey de los Dioses, pero ahora, tras multitud de transmigraciones cada uno se ha convertido otra vez en hormiga. Indra comprende entonces el error de su vanidad y orgullo, recompensa abundantemente a Visvakarman y renuncia a agrandar su palacio. 

En Imágenes y Símbolos5 Mircea Eliade resume el texto de Zimmer y reflexiona posteriormente sobre su contenido. En este mito, señala Eliade, Indra recibe de Vishnu una historia verdadera: "la verdadera historia de la creación y destrucción eterna [perpetua, diríamos más bien nosotros] de los mundos, al lado de la cual su propia historia, las aventuras heroicas sin fin que culminan en la victoria sobre Vrtra parecen ser, en efecto, 'historias falsas', es decir carentes de significación trascendente. La historia verdadera le revela el Gran Tiempo, el tiempo mítico, que es la verdadera fuente de todo ser y de todo acontecimiento cósmico. Porque puede superar su 'situación' condicionada históricamente, y porque logra romper el velo ilusorio creado por el tiempo profano, es decir, por su propia 'historia', Indra sana de su orgullo y su ignorancia; en términos cristianos, se 'salva'. Y esta función redentora del mito no sólo vale para Indra, sino también para cada uno de los humanos que oyen su aventura. Trascender el tiempo profano, encontrar el Gran Tiempo mítico, equivale a una revelación de la realidad última. Realidad estrictamente metafísica, a la que no puede llegarse sino a través de los símbolos y los mitos". "En la perspectiva del Gran Tiempo, continúa Eliade, toda existencia es precaria, evanescente, ilusoria. Consideradas sobre el plano de los ciclos y ritmos cósmicos mayores, sobre el plano de los Kalpas y los Manvántaras, resultan efímeras, y en cierto modo irreales, no sólo la existencia humana y la historia en sí misma -con todos los Imperios, Dinastías, Revoluciones y contra-revoluciones sin fin-, sino que también el Universo mismo se vacía de realidad porque los Universos nacen continuamente de los innumerables poros del cuerpo de Vishnu, y desaparecen como una pompa de aire que estalla en la superficie de las aguas. La existencia en el tiempo, ontológicamente es una inexistencia, una irrealidad. Esta mesa es irreal no porque no exista en el sentido propio del término, porque fuera una ilusión de nuestros sentidos, ya que no es una ilusión: existe en este preciso momento; esta mesa es ilusoria porque ya no existirá dentro de 10.000 ó de 100.000 años. El mundo histórico, las sociedades y civilizaciones construidas penosamente por el esfuerzo de millares de generaciones, todo eso es ilusorio, porque en el plano de los ritmos cósmicos, el mundo histórico dura el espacio de un instante". 

En la inmensidad de los grandes ciclos, el tiempo de una vida particular es, en efecto, insignificante. Y sin embargo reconocer este hecho es situar precisamente esa vida en su auténtica dimensión y en el lugar que le corresponde dentro del concierto de la existencia cósmica, pues como dice finalmente Eliade, "lo importante no es siempre renunciar a la situación histórica, esforzándose en vano por alcanzar el Ser universal, sino conservar constantemente en el espíritu las perspectivas del Gran Tiempo, mientras en el tiempo histórico se continúa realizando el propio deber".6 

En el marco de una cultura arcaica y tradicional ese deber consiste esencialmente en el cumplimiento por parte del ser humano "de lo que fue hecho en el origen", es decir en vivenciar y actualizar en el tiempo histórico (mediante su ritualización periódica) la realidad sagrada manifestada en el relato mítico, realidad expresada también a través de los códigos simbólicos (igualmente revelados) como vehículos sensibles que son de las ideas y los principios universales.7 Es de esta manera como la historia, y la existencia humana, adquiere un sentido superior y trascendente, viviendo de acuerdo a esa enseñanza y teniendo la conciencia permanente del "Centro del Mundo" y su conexión constante con él mediante la comprensión de lo revelado por los mitos y los códigos simbólicos, que, en efecto, articulan y estructuran todas las manifestaciones de una cultura tradicional (su arte, su ciencia, su filosofía, su cosmogonía y su metafísica), ya sea en las más primitivas y arcaicas como en las grandes civilizaciones históricas. 

En palabras de Guénon, ese "Centro del Mundo" (que es simultáneamente el "centro del tiempo" y el "centro del espacio") es atravesado por el sûtrâtmâ o "hilo de Âtmâ", es decir por el Gran Espíritu, y constituye el eje vertical o "hálito sutil" que sostiene a los mundos y a todos los seres manifestados, a los que "hace subsistir y sin el cual no podrían tener realidad alguna ni existir en ningún modo". Y añade: "Cada mundo, o cada estado de existencia, puede representarse por una esfera que el hilo atraviesa diametralmente, de modo de constituir el eje que une los dos polos de la esfera; se ve así que el eje de este mundo (o de cualquier ciclo de manifestación) no es, propiamente hablando, sino un segmento del eje mismo de la manifestación universal, y de este modo se establece la continuidad efectiva de todos los estados incluidos en esa manifestación".8 

El ciclo del Manvántara

Teniendo en cuenta todo lo que se ha dicho hasta el momento, podemos abordar ahora la cuestión del ciclo cósmico del Manvántara, en el que se inserta el desarrollo de la historia humana desde su comienzo hasta su fin. Según la terminología hindú, la palabra Manvántara quiere decir exactamente "era de Manú", quien representa un Principio de orden espiritual, identificándose con el Legislador universal o Inteligencia cósmica que promulga, de acuerdo a la Voluntad divina y la Sabiduría Perenne, la Ley, o Dharma, que rige nuestro ciclo de existencia (el Manvántara), que es como un reflejo del propio orden cósmico o harmonia mundi. Formulando esa Ley adaptada a las condiciones del ciclo humano, Manú es también el arquetipo del hombre, su principio celeste, y en este sentido representa nuestro verdadero Ser, nuestro Ancestro o Progenitor primordial, a quien la tradición hindú da el nombre de Prajâpati, "el Señor de los seres producidos". Se trata de una progenitura espiritual, que no carnal, evidentemente, es decir de aquel Principio que nos da la vida en el sentido vertical y esencial, no en el sentido horizontal y substancial. "No te asombres de que te haya dicho: Tenéis que nacer de lo alto" (Juan, III, 7). Todos los pueblos antiguos, cuando hablan de su Ancestro primordial, en el fondo se están refiriendo a Manú (o a un aspecto de éste), que aunque no designe ni un personaje histórico ni legendario, sin embargo la raíz etimológica de su nombre la encontramos en los antepasados fundadores de muchas tradiciones: por ejemplo en el Menes egipcio,9 en el Minos griego, en el Menw celta, e incluso en Numa (al revés Manu), uno de los siete reyes legisladores de la antigua Roma. 

Asimismo encontramos idéntica concordancia en el nombre hebreo Emmanuel, con el que es designado Cristo al nacer, y que significa "Dios en nosotros". Manú es llamado también "El Rey del Mundo" (título dado a Dios mismo en varias tradiciones), o "Monarca Universal", idéntico al Chakravarti hindú y budista, el "Señor de la Rueda" del mundo, pues mora en su centro y la hace girar sin participar empero de su movimiento, es decir de sus revoluciones cíclicas, siendo, sin embargo, el Principio que la vivifica. Es, por tanto, el "Motor inmóvil" del que habla Aristóteles, el Polo espiritual en torno al cual gira todo nuestro mundo, al que da estabilidad, firmeza y duración.10 En este sentido, añadiremos que uno de los atributos de Manú es el de "sostén de las almas en el Espíritu de Dios", identificándose así con el "hilo" de Âtma, o sutrâtma. Manú es ese hilo o eje con respecto al Manvántara, al que "atraviesa" desde su comienzo hasta su conclusión. Pero, como señala Guénon, "lo que interesa esencialmente destacar aquí es que ese principio (Manú) puede ser manifestado por un centro espiritual establecido, en el mundo terrestre, por una organización encargada de conservar íntegramente el depósito de la tradición sagrada, de origen 'no-humano', según la cual la Sabiduría primordial se comunica a través de las edades a quienes son capaces de recibirla".11 

Esa tradición sagrada no es otra que la que se ha dado en llamar Tradición primordial, de la que han emanado todas las culturas tradicionales (como emanan de su centro los radios de la rueda), aunque siempre debiéndose de adaptar éstas a las circunstancias de tiempo y de lugar, circunstancias que son las que verdaderamente han marcado las diferencias que han podido existir entre unas y otras. Diferencias sólo en la forma, que no en el fondo o en el núcleo interior y metafísico, que es precisamente al que se refiere Guénon cuando habla de la Sabiduría supra-humana, y que lo es porque corresponde a los Principios esenciales de todas las cosas. De esos principios, de las ideas eternas, deriva la Ciencia Sagrada, la que ha dado lugar a su vez a los códigos simbólicos de todos los pueblos (que incluyen los textos sapienciales, los mitos y los ritos), de ahí su carácter revelador y el papel que desempeñan como vehículos transmisores del Conocimiento. Recordaremos, en este sentido, que la palabra tradición equivale a transmisión (ambas proceden del latín tradere); esta identificación es fundamental, pues no se concibe la tradición sin la transmisión del saber que ella conserva, y en el que tiene su razón de ser. Si la tradición no implicara su transmisión, no hubiera habido, ni habría, posibilidad alguna para el hombre de concebir una realidad por encima de su condición individual, quedando encerrado en el mundo sublunar o samsâra, el del cambio y el devenir, el de la generación y la corrupción, que es al que esa condición pertenece.12 

La Tradición primigenia se manifestó con toda su plenitud en el origen mismo del Manvántara, y su ocultamiento (que no desaparición) se fue produciendo paulatinamente a lo largo del desarrollo cíclico, el cual supone, por definición, un alejamiento cada vez más acentuado de dicho origen. Esta es la razón de que, desde el punto de vista tradicional, ese desarrollo se tome no como una evolución o un "progreso", como lo considera la ciencia moderna en general, sino como una involución o un "retroceso", como un gradual "descenso" en la materialidad y la solidificación, que afecta no sólo al ser humano, sino al conjunto de la naturaleza y del cosmos. Utilizando el símbolo del círculo, podríamos decir que ese desarrollo cíclico va del centro a la periferia, del origen a lo más alejado de éste. El mismo símbolo, con la cruz inscrita en su interior, nos ofrece una imagen perfecta de los cuatro períodos en que se fragmenta el Manvántara, y en general cualquier ciclo, que siempre tiene una estructura cuaternaria, como ya hemos tenido ocasión de ver. En el caso del Manvántara, cada una de esas partes se corresponde con cada uno de sus cuatro períodos o edades, que la tradición hindú denomina yugas. Sus nombres son krita-yuga, trêtâ-yuga, dwâpara-yuga y por último kali-yuga. Estas edades se corresponden con las que la tradición greco-latina denominó la "edad de oro", la "edad de plata", la "edad de bronce" y la "edad de hierro", respectivamente. Cada edad constituye un ciclo dentro del gran ciclo del Manvántara, pero sus duraciones varían de unas a otras. Esto se debe a que el tiempo en cada una de esas edades posee una cualidad propia y no transcurre siempre a la misma velocidad por el hecho de que no es uniforme, como ya apuntamos. Esa cualidad influye y determina el carácter de la historia humana, es decir de los acontecimientos que se producen en un período dado de esa misma historia, los que a su vez reflejarán un orden de cosas más elevadas, sutiles y en armonía con las verdades esenciales (es decir que son más cualitativos), cuanto más cercana esa época esté del origen, todo lo contrario de lo que ocurre en una época ya no tan próxima a él, como por ejemplo es la nuestra, que por ello mismo está sumida en el "reino de la cantidad" y de lo superficial. 

En consecuencia cada yuga o edad del Manvántara necesariamente también reflejará esos elementos cualitativos del tiempo, que será más amplio y "lentificado" en la primera de esas edades, y progresivamente cada vez más contraído y veloz conforme se va pasando de una edad a otra. Por eso las cuatro edades del Manvántara se suceden según la proporción de los números 4-3-2-1, es decir de mayor a menor, que es la misma de la tetraktys pitagórica: 1-2-3-4 (cuya suma da 10), pero en sentido inverso. Esto explica la estrecha relación que existe entre el cuaternario y el denario, de tal forma que en el primero está ya incluido el segundo, es decir que el denario representa el desarrollo completo de todas las posibilidades comprendidas en el cuaternario a lo largo del tiempo y del espacio. Como el 10, el número 4 expresa la idea de totalidad, y corresponde a la primera de esas edades, el krita-yuga, cuya duración se estima en 25.920 años, lo cual supone un ciclo completo de la precesión de los equinoccios (12 x 2.160). La segunda edad, el trêtâ-yuga, representada por el número 3, implica un acortamiento de esa duración,13 pues la precesión ha sido recorrida en sus tres cuartas partes, lo que traducido en años da 19.440 (= 9 x 2.160). La duración de la tercera edad, el dwâpara-yuga, representada por el número 2, es exactamente la mitad de la precesión de los equinoccios, es decir de 12.960 años (= 6 x 2.160). Y por último, la duración de la cuarta edad, el kali-yuga, equivalente al número 1, es tan sólo de 1/4 de la precesión, esto es de 6.480 años (= 3 x 2.160). La suma de todas esas duraciones da la edad completa del Manvántara: 64.800.


Continuación

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Notas
(*) [Este artículo apareció originalmente en la Revista SYMBOLOS: Arte - Cultura - Gnosis, Nº 21-22, "Ciclología. Fin de Ciclo IV". Barcelona, 2001. No hallándose ya en la web de la revista se publica hoy aquí con el permiso expreso de su autor.]
1 La figura de la serpiente mordiéndose, o devorándose, la cola (por ejemplo la serpiente uroboros de la alquimia) simboliza perfectamente la idea del tiempo cíclico renovándose perennemente. En todas las tradiciones la serpiente es un símbolo de la perpetuidad cíclica, que se visualiza como una espiral enroscada en torno al Eje del Mundo. Ver a este respecto el capítulo XXV: "El Arbol y la Serpiente" de El Simbolismo de la Cruz, de René Guénon.
    Igualmente, sobre la auténtica naturaleza del tiempo ver "El Ser del Tiempo. Simbolismo de los calendarios", de Federico González aparecido en el Nº 7 de la Revista SYMBOLOS, y que conforma también el cap. III de Simbolismo y Arte. Ahí leemos lo siguiente: "Las sociedades que crearon los calendarios, y de las que heredamos el nuestro, comprendían el tiempo como recurrente, y sobre todo, como constituyendo parte esencial de la misma Creación Universal (macrocosmos), es decir, como integrando el ser del hombre (microcosmos), y por lo tanto como algo que no está fuera y puede ser objetivamente enunciado o medido, como una categoría del ser, sino el Ser mismo, el En Sí Mismo, en toda la potencia universal contenida en la propia idea del Tiempo como símbolo móvil de lo Eterno e Inmóvil; de lo cual da cuenta el milagro original de la Memoria y las correspondencias que guardan los seres, las cosas y los sucesos en general, los que los hace distintos y significativos y por ello también interdependientes y no excluyentes. Para una visión tradicional, el Tiempo es el soplo vital, el Gran Cohesionador de lo creado, y es absolutamente natural que su expresión gráfica sea la de una circunferencia, que al limitar un espacio configura un círculo, una primera figura plana, tanto de un espacio original, como del ciclo en que es vivido, o revivificado, por la acción espontánea del tiempo, generador permanente del movimiento y las leyes que lo rigen y en total correspondencia, como no podía dejar de estarlo, con sus propios orígenes, con su razón de ser; con el Ser del Tiempo como supuesto de todo lo creado". Asimismo no debemos olvidarnos de otra obra fundamental: El Tiempo y la Eternidad, de Ananda K. Coomaraswamy.
2 Concretamente en el artículo de Manrique Miguel Mom "Ciclos cósmicos de la humanidad"
3 El número de "años" de Brahma, 108, es también el de las cuentas del rosario hindú y tibetano, el cual es considerado como un símbolo de la "cadena de los mundos". El número 108 es uno de los números cíclicos fundamentales, junto a todos aquellos que representan subdivisiones del gran ciclo de la precesión de los equinoccios. Ver "La cadena de los mundos", cap. LXI de Símbolos Fundamentales de la Ciencia Sagrada. También Federico González: La Rueda. Una imagen simbólica del cosmos, cap. VII, "Ciclos y ritmos". Añadiremos que en el simbolismo temporal los ciclos (ya sean kalpas, manvántaras o yugas) representan estados del Ser Universal, "aunque el tiempo -tanto como el espacio- no sea en realidad sino una condición propia de uno de ellos, de tal manera que la sucesión no es aquí más que la imagen de un encadenamiento causal", (R. Guénon, El Rey del Mundo, cap. XII, nota 3. También en Formas Tradicionales y Ciclos Cósmicoscap. I). Es decir, que en el Ser Universal mismo todos esos ciclos o estados se viven como simultáneos, y sólo toman el aspecto sucesivo y encadenado en el devenir temporal. Como decía Platón "El tiempo es la imagen móvil de la Eternidad". 
4 Ed. Siruela. Madrid, 1995.
5 Cap. II. 
6 Esto es una forma de vivir la síntesis entre la contemplación y la acción, que no tienen por qué oponerse, como no se oponen el centro y la circunferencia, sino que son complementarios, si bien la contemplación es siempre superior a la acción. 
7 Los símbolos son los intermediarios entre el mundo del devenir y la realidad inmutable de las ideas, y por tanto constituyen el lenguaje cifrado con que los dioses se comunican con los hombres, y recíprocamente los hombres con los dioses cuando ellos encarnan verdaderamente, es decir hacen efectivo en sí mismos, lo revelado por el símbolo. De ahí el carácter sagrado de éste y el por qué siempre ha sido el medio de expresión de la Ciencia Sagrada.
8 "La cadena de los mundos", en Símbolos Fundamentales de la Ciencia Sagrada.
9 En la antigua lengua egipcia, Menes, el fundador legendario de las dinastías, significa "el que perdura", "el que permanece", "el que queda". Precisamente estos atributos son también los de Manú.
10 Guénon nos recuerda que la raíz dhri, de la que deriva dharma, significa "llevar, soportar, sostener, mantener; se trata entonces propiamente de un principio de conservación de los seres, y en consecuencia de estabilidad". Y acerca de las vinculaciones del dharma con el polo, afirma más adelante: "En este sentido es importante señalar que la raíz dhri es casi idéntica, tanto en la forma como en el sentido, a otra raíz dhru, de la cual deriva la palabra dhruva, que designa el 'polo'; efectivamente, es a la idea de 'polo' o de 'eje' del mundo manifestado que conviene referirse si se quiere comprender verdaderamente la noción de dharma: es lo que permanece invariable en el centro de las revoluciones de todas las cosas, y que regula el curso del cambio sin participar de él". "Dharma", incluido en Etudes sur l'hindouisme
11 El Rey del Mundo, cap. II.
12 Un texto hindú compara la existencia de un hombre sin tradición a la de las bestias, y quizás por ello el hombre moderno, que es un hombre sin tradición, cree que sus antepasados eran esos antropoides simiescos inventados por el "evolucionismo", es decir que su origen es infrahumano, en contra de la opinión unánime expresada por todas las tradiciones, para quienes ese origen es supra-humano y celeste.
13 Esto también se refleja en un paulatino acortamiento de la vida humana, como tendremos ocasión de ver más adelante. 

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