El Renacimiento Isabelino (*)

Antoni Guri

A veces puede ser un buen ejercicio visualizarse a uno mismo lejos de las coordenadas espacio-temporales que nos enmarcan, en las que por un lado nos sentimos seguros ya que parecen algo consubstancial a nuestra identidad, pero que también pueden llegar a vivirse como una cárcel que no nos permite reconocer nuestra esencia, libre de cualquier condición. 

Tal y como aseguran diversas tradiciones, para cortar con aquellos vínculos que nos mantienen atados a los aspectos más intrascendentes de nosotros mismos, no siempre es necesario un acto externo que materialice dicha decisión, o en todo caso no habría que ver este acto como algo previo y en relación unívoca de causa-efecto con el resultado que se persigue. Lo verdaderamente imprescindible es deshacer dichas ataduras en lo más interno de nosotros mismos, y aunque por supuesto en ocasiones no hay más remedio que efectivizar un gesto de forma bien explícita y hasta sus últimas consecuencias, en otros puede ser más efectivo un trabajo sutil de contemplación y meditación realizado con el bagaje de nuestras imágenes, pacientemente, en aquel recinto central, genésico, donde luces y sombras se conjugan en un paisaje secreto, todavía libre de emociones, incluso de palabras que intenten definirlo. Es en este espacio, nuestro laboratorio interno, donde como por decantación se van diferenciando aquellas imágenes insignificantes –o en todo caso cuyo significado no excede lo meramente psicológico, que se encadenan de forma arbitraria, mostrándonos ”retratos” triviales cuando no grotescos–, de aquellas otras imágenes que muchas veces incomprensiblemente nos aquietan al mismo tiempo que nos marcan, ya que al tratarse de imágenes simbólicas, y constituir por tanto ideas-fuerza, llevan implícito un poder de regeneración y transformación. 

El tránsito a través de estas imágenes es pues análogo a un viaje en el que vamos recorriendo distintos ámbitos que habitan en nosotros. En el Poimandrés leemos:

Ordena a tu alma irse a la India, y he aquí que, más veloz que tu orden, allí estará. Ordénale cruzar enseguida el océano, y he ahí que, de nuevo, allí estará inmediatamente, no por haber viajado de un lugar a otro, sino como si ya se encontrase allí.1  

Y es que nuestro gabinete de trabajo está situado fuera del espacio, y desde él entendemos que la verdadera geografía es sagrada, ya que precisamente desde un “no-lugar” conocemos todos los lugares, pues todos ellos son acercamientos, más o menos afortunados a aquél. La palabra “Utopía” nos define dicha concepción, pues 

... deriva del término u-topos, o sea de aquello que no tiene lugar, algo que por lo tanto está fuera del tiempo y del espacio para significar con seguridad un asunto imposible de realizar en este universo y relacionado con otro mundo, o sea con una región más allá de estas dimensiones, un ámbito celeste y perfecto donde las cosas fueran en verdad y no signadas por las imperfecciones humanas; una forma de la ciudad celeste, o de la ciudad de Dios.2

Es pues también desde un “no-tiempo” que reconocemos el carácter sagrado de la verdadera historia, y con esta certeza podemos transitar a través del devenir temporal. Por un lado, podemos acceder a un escenario que se pretende futuro, para ello sólo debemos dejarnos llevar por este proceso de cambio incesante, por este descenso acelerado al que estamos abocados. No es difícil entonces vernos en un paisaje apocalíptico, del cual además ya llevamos tiempo advirtiendo sus señales inequívocas. Es éste un panorama crepuscular, de fin de ciclo, cuyo desamparo nos desgarra, pero que por ello mismo nos obliga a caminar “en el filo de la navaja”, sin nada donde aferrarnos, y en consecuencia a encarnar sin dobleces todo aquello que desde nuestra cómoda seguridad ya creímos reconocer, pero que únicamente se efectiviza en la auténtica soledad. Y eso, no hay que olvidarlo, si se nos brinda es gracias a un valor y una fortaleza que exceden lo personal, desde cuyo punto de vista son por tanto siempre inmerecidos.

Por otro lado, si emprendemos el camino “hacia atrás”, lo vamos a hacer no tanto desplazándonos a contracorriente por la horizontal del tiempo, sino penetrando su condición cíclica. A través de uno de los radios, el que une el aquí-ahora con su origen intemporal, accedemos a aquellos ámbitos progresivamente más internos,  donde gracias al “olvido” de todo lo que habitualmente nos acapara y absorbe, se actualiza la memoria de la Edad de Oro. 

Propondríamos ahora detenernos en una coyuntura histórico-geográfica anterior a la nuestra, y aunque ya totalmente inmersa en el declive del Kali-Yuga, todavía no sujeta a su pesadez terminal: el Renacimiento Isabelino.

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El reinado de Isabel I que comprende del año 1558 al 1603, se corresponde con una época de esplendor para Inglaterra, no sólo a nivel político, económico y militar, como manifiesta su conversión en una potencia europea al punto de rivalizar y superar a Francia y España, sino también y especialmente en lo cultural y artístico. Y en esta eclosión es determinante el papel de la tradición hermético-cabalista, cuya huella se iba haciendo cada vez más patente, al tiempo que había empezado a menguar en el continente europeo debido a la incomprensión y fanatismo de la Contrarreforma.

Si atendemos a la visión histórica convencional que se fija en hechos puntuales dentro de un transcurrir horizontal ignorando la vertical que los anima, podría parecer que un cúmulo de acontecimientos casi anecdóticos son la causa aparentemente fortuita del devenir histórico. En el período que nos ocupa, asuntos tan determinantes como por ejemplo la ruptura por parte de Enrique VIII con la Iglesia de Roma se explicarían casi exclusivamente por cuestiones de tipo personal, que verían en esta decisión una maniobra del monarca para favorecer sus intereses matrimoniales y sucesorios. O también el hecho de que más tarde Isabel I se decantara de nuevo por el anglicanismo instituido por su padre, en contra del catolicismo que su hermanastra e inmediata predecesora en el trono, María Tudor, profesó de forma fanática, persiguiendo con dureza el protestantismo, podría verse como la alternancia de fuerzas en un pulso cuyo motor no sería otro que el interés personal, de poder. Todo lo cual no deja de ser cierto a un nivel, al que atienden en exclusiva muchos historiadores que creen atravesar la superficie de las cosas, de los acontecimientos, adjudicándoles a lo sumo un origen económico. Se trata del mismo error que consiste en asignar al comportamiento humano un móvil que no excede nunca lo  psicológico, entendiendo este plano no como el alma superior, en el Arbol de la Vida el plano de Beriyah (mundo de la Creación)sino generalmente como el ámbito de las pasiones, la ambición, y lo sexual como forma de dominio, es decir una visión invertida de Yetsirah (plano de las Formaciones), con lo cual dicho nivel, o mundo, no está ya dispuesto a una recepción de lo supraindividual sino bien al contrario constituye una coraza impermeable a lo alto, y en consecuencia se abre únicamente a lo separativo y excluyente, la periferia múltiple de Assiyah (plano de la concreción material). 

Cualquier civilización y su devenir cíclico conforman un organismo vivo análogo al ser humano, que como tal está compuesto de cuerpo, alma y espíritu; en determinadas coyunturas cuya dinámica escapa a lo racional, se produce una unificación efectiva de estos tres planos, con lo que dicho organismo o estructura viva, encuentra las coordenadas espacio-temporales precisas para cumplir su función reveladora, es decir se convierte en la vía libre de impedimentos, apta para vehicular el mensaje suprasensible de la Tradición. 

Es por tanto la Tradición (en este caso la hermético-cabalista) la que incluso en un tramo ya avanzado del Kali-Yuga, va encontrando (al mismo tiempo que conforma dichos canales de pasaje a través de los cuales manifestar su legado, e impulsar un nuevo subciclo que aunque ya en pleno declive constituirá una bocanada de aire fresco dentro de un medio enrarecido) un nuevo impulso que generará nuevas posibilidades, las que siguiendo las mismas leyes acabarán también por solidificarse hasta que una nueva exhalación/inhalación –cada vez más débil, eso sí– representará un nuevo empuje. Y así sucesivamente, como hálitos de vida pero también como estertores de una agonía que se irá prolongando hasta la reabsorción final.

Desde esta perspectiva se comprende que determinados enclaves histórico-geográficos sean cualitativamente distintos a los demás, y que su emergencia no obedezca al azar sino a un delicado equilibrio de factores ligados, en última instancia, a las leyes cíclicas. Factores y leyes, pues, vinculados a una realidad oculta y sintética cuyos mecanismos muchas veces ignoran sus propios protagonistas, los que sin embargo pueden poseer la intuición necesaria para rodearse de personas cuya visión, al no estar mediatizada por la premura que supone la responsabilidad en el terreno de lo económico y social, pueden contemplar estos aspectos (ocultos por ser más profundos) que señalábamos. La misma intuición que en el momento adecuado decanta sus decisiones en pro de lo que aun sin parecerlo, entre el enmarañado tejido de los intereses políticos, y de forma que a menudo escapa a la interpretación racionalista, constituirá la opción más libre, la que acabará favoreciendo la eclosión mediante formas revitalizadas y nuevas de lo misterioso. Así, pues, en aquellos momentos fue decisivo desmarcarse de todo cuanto representaba la rigidez miope e interesada del dogmatismo eclesial, y decantarse por los postulados de la Reforma; en verdad, ni ésta, ni obviamente, su cara opuesta, la Contrarreforma,3 contemplaban el significado esotérico de las cosas, ni por tanto el componente mágico que las anima, pero mientras que esta segunda se mostraba activamente beligerante contra todo aquello que escapaba de su horizonte constreñido y represor, la Reforma, que había nacido como una crítica al poder abusivo del papado y su desviación con respecto el espíritu evangélico, se mostraba más tolerante y de entrada abierta a nuevas perspectivas.

En este contexto es a veces también de interés detenerse e intentar leer a través de algunos retratos que esta historia horizontal nos brinda de ciertos personajes, cuyo destino ha estado unido al de un pueblo. En concreto la reina Isabel I, con cuyo nombre se ha llegado a designar la época que nos ocupa, el Renacimiento Isabelino, nos es presentada unánimemente como una mujer sagaz y astuta, con un absoluto dominio de sus emociones y una gran frialdad. Se dice que ya en su infancia –pensemos en una niña que vio entre otras cosas cómo su padre repudiaba y mandaba decapitar a su madre Ana Bolena– mostraba un autocontrol y una serenidad adulta. Ya de mayor supo manejarse con destreza entre las intrigas que no dejaron de rodearle, y en especial supo “negociar”4 las ofertas de un posible enlace matrimonial con distintos monarcas europeos, recomponiendo según sus intereses el delicado equilibrio de las alianzas entre países; una habilidad que le ayudó a mantener su soltería, y por tanto su independencia, frente a las presiones que querían asegurar la línea sucesoria. Todo ello contribuye a forjar esta imagen distante y férrea5 que contrasta, o mejor dicho, se complementa con la que nos llega por otra parte y que a nivel popular la asocia a diversas divinidades: desde Diana, la casta diosa de la Luna hasta Astraea, diosa de la justicia, pasando por Gloriana, reina de las hadas, Cintia, Virginia, así como la diosa madre, matriz de la monarquía imperial. Conjugando estas visiones se llega a concebir un personaje paradójico,6 casi mítico, del que más que su perfil psicológico nos interesa su compromiso con unas ideas que, independientemente de la conciencia que llegó a tener de su alcance, supo auspiciar impulsándolas, al tiempo que se rodeaba de una serie de personajes cuya mirada, como veremos, ultrapasó el terreno de la convención.

Se trata de unas ideas que lejos de generarse espontáneamente en aquellos momentos, se venían gestando tiempo atrás. Si retrocedemos tan sólo unos años, y nos fijamos en la estrecha relación que en un principio existió entre Enrique VIII y Tomás Moro, es fácil intuir que el monarca fue sensible a las inquietudes del político y humanista al que después de encomendar delicadas misiones diplomáticas nombró Canciller, y por el que sentía un gran respeto. Tomás Moro pertenecía al círculo neoplatónico de Oxford junto con hombres como Juan Colet, Guillermo Grocyn y Tomás Linacre,7 conocía las traducciones de Marsilio Ficino, tanto de Platón como del Corpus Hermeticum, y él mismo se encargó de traducir una versión de la vida de Pico de la Mirándola escrita por el sobrino de éste. Estaba pues seriamente interesado en la corriente hermético-cabalista, tal como queda plasmado en alguna de sus obras entre las que sobresale su Utopía,8 donde aquellas ideas vienen a configurar la ciudad interior o angélica, en una concepción que lejos de contradecirse con las decisiones de tipo político en las que estaba involucrado, de alguna forma avala la actitud firme y serena con que las tomó. Una entereza que quedó dramáticamente evidenciada siendo encarcelado y posteriormente ejecutado al no ceder a las presiones de Enrique VIII, quien pretendía finalmente valerse del prestigio de Tomás Moro, haciéndole por una parte reconocer el Acta de Supremacía en la que se proclamaba cabeza de la iglesia anglicana, y por otra que le apoyara en sus pretensiones de divorciarse de Catalina de Aragón y contraer matrimonio con Ana Bolena.9

Con la ejecución pues de Tomás Moro quedó truncado, o al menos pospuesto, el resurgimiento de una sabiduría que como hemos visto debió esperar momentos más propicios para florecer, los que llegaron con el reinado de Isabel I.

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Siguiendo el hilo que nos van marcando los distintos jalones del acaecer histórico, nos damos cuenta de que su expresión constituye el plano sensible, simbólico, de algo que misteriosamente los anima, y su manifestación es análoga a la vida de un hombre cuyos avatares y dilemas pueden contemplarse como la imagen perceptible de algo más sutil y por tanto más real. Siempre que necesitamos poner palabras o tan sólo organizarnos ante una nueva concepción, el modelo universal del Arbol de la Vida acude en nuestra ayuda. En este caso, el gradual opacamiento de unas energías hasta su presencia sensible y a la vez reveladora viene dado por su descenso a través de los cuatro planos horizontales del Arbol, que constituyen los peldaños de la escalera dispuestos para ser remontados hacia su origen mediante la intuición intelectual. Si por otra parte nos fijamos en los Pilares de dicho Arbol sefirótico, nuevas correspondencias se abren a nuestra investigación, y aquellas vicisitudes que por una parte son las de un país en un momento determinado –y que en esencia son análogas a las nuestras y por este motivo las comprendemos tan bien–, aparecen como las energías que se debaten entre dos polos oponiéndose y a la par complementándose. Si atendemos a un nivel de lectura, vemos cómo el carácter expansivo del Pilar de la Gracia –masculino, activo y luminoso–, es lo que propicia en el ejemplo que estamos estudiando, aquel auge cultural y artístico, que se viene a plasmar gracias a la fuerza coagulante del Pilar del Rigor, el cual pone límite o forma al caudal imaginativo de una serie de autores, en obras de una gran belleza e inteligencia, con las que siempre se hace explícito el mensaje de la Tradición. Pero a otro nivel y sin movernos del período que estamos estudiando, se nos presenta con toda su brutalidad la imagen invertida de la Columna del Rigor. Las energías que representa la Contrarreforma no son las de un rigor que viene a delimitar y a encauzar el acto creativo, sino las de una rigidez que lo constriñe e intenta acabar con él. Se trata pues de una energía paralizante que infunde la desconfianza –hacia los demás  y hacia uno mismo–, y de una oscuridad en la que se esconden el fanatismo y el miedo. Pero al igual que en la vida de uno, los ciclos y subciclos se encadenan, y como en una respiración se alternan la exteriorización y el ocultamiento. Es cuando todo se da por perdido y nuevamente se hace uno cargo de su propia contingencia que la posibilidad renace de forma inesperada. En realidad en este “caer para volver a levantarse” es en lo que consiste el camino del iniciado, aquel que ha recibido un mensaje, lo ha reconocido y ha puesto su vida al servicio de su efectivización. Para ello tiene el mundo en contra, y además deberá atravesar períodos de completa oscuridad en los que verá cómo aspectos de su individualidad que hasta aquel momento parecía que le habían ayudado en su labor, son ahora aliados del enemigo. Pero de seguir fiel a su compromiso, fiel a un misterio que no tiene contrapartida, se convertirá aun sin saberlo en un eslabón de la cadena que de forma ininterrumpida une el Principio con el fin de los tiempos.

Del mismo modo, y volviendo al período que nos ocupa, podemos seguir desplazándonos a través de esta respiración, de este solve et coagula en que se manifiesta la historia. Hemos visto cómo  la tradición, que a mediados del siglo XV se había iniciado en Italia, florece un siglo más tarde con nuevo ímpetu en Inglaterra. Del mismo modo, después del aparente fracaso de unas expectativas que verían en el reinado de Isabel I el principio de una época de grandes cambios, no sólo para Inglaterra sino para toda la sociedad europea,10 se estaba fraguando, en medio de las fuerzas oscuras que negaban todo aquello que no se sometía a sus estrechas miras, el movimiento Rosacruz, que durante el siglo XVII dio un paso más en la transmisión del legado hermético. Para todo ello jugó un papel fundamental un personaje que sería clave a la hora de entender este período: John Dee (1527-1608). 

Fue éste un hombre de conocimiento que al igual que Reuchlin, Agrippa y muchos otros ejemplificó con su vida el proceso prototípico, en el que tras una labor de recepción, encarnación y difusión de un mensaje, dedicando a dicho cometido todas sus posibilidades, todo su ser,11 vio como aquel acababa aparentemente truncado no sólo por la incomprensión sino también por la malevolencia del entorno.

Durante años fue uno de estos personajes, tal vez el más decisivo, de quienes la reina se supo rodear atendiendo sus impresiones y consejos.12

Dee no sólo fue un entusiasta de la floreciente idea de un Imperio Británico, sino que había sido incluso uno de los principales promotores de dicha idea. Nacido en 1527, hijo de un alto dignatario de la corte de Enrique VIII, su vida estuvo siempre ligada a los Tudor. El propio Dee pretendió descender de una rama de esa misma familia. Y, cuando a la muerte de Eduardo VI (que lo había tomado a su servicio) fue encarcelado por María Tudor, bajo la acusación de nigromancia, sólo Isabel I, al llegar al poder, pudo liberarlo cuatro años más tarde... No hay que olvidar que las ideas imperiales de expansionismo británico, que con tanto ahínco defendió, estaban personificadas para él por la reina Isabel I, y que veía en este expansionismo no sólo un programa político, sino una especie de síntesis político-religiosa que llevaba adosada una profunda reforma de estilo erasmiano y una encontrada oposición al poder religioso y político del papado.13

Se trata pues de un expansionismo ligado a ideas míticas,14 y cuyo horizonte no está anclado en lo cuantitativo sino que aspira a una regeneración en el ámbito de las ideas ya que

... desde hacía años Dee se movía en la corriente de la tradición hermética, propugnando la síntesis entre los métodos de la Cábala hebrea y de la Magia tradicional, envueltos en la simbología alquímica y apoyados por los sistemas matemáticos. Lo que Dee perseguía con esta integración era alcanzar una especie de ascesis que permitiera al laborante moverse en la escala del ser y de la naturaleza.

Una escala pues a través de la cual ascender por los distintos grados del ser, planos de uno mismo, pero también la escala donde mediante su obra se concatena un conocimiento que desciende desde lo metafísico, pasando por lo “teórico” o “filosófico”, se plasma también en el terreno de lo político, hasta llegar a las aplicaciones de lo que hoy se entiende por “mecánico-práctico”. Se trata en definitiva de una sabiduría sin compartimentar, propia de un hombre del Renacimiento todavía consciente del conocimiento como una unidad, cuya luz se proyecta sobre la realidad toda, a diferencia de hoy en día en que cada parcela del saber se pretende autosuficiente y proyecta además falsas dicotomías, no sólo entre disciplinas distintas, sino entre los diversos grados de un mismo saber, despojándolo por tanto de su riqueza e interconexiones y lo que es peor, de sus principios.

John Dee, el mago Hermético y místico, ahora está claro, fue además uno de los científicos prácticos y teóricos más importantes de la Inglaterra del siglo XVI. Fue un hombre de acción así como un hombre de contemplación. Bajo su influencia, las ciencias matemáticas se difundieron entre los físicos Isabelinos, y las publicaciones y enseñanzas de Dee promovieron algunos de los desarrollos científicos más avanzados del Renacimiento inglés. Las teorías de Dee sobre matemáticas, arquitectura, navegación y tecnología –todas ellas parte de una filosofía más amplia orientada hacia la magia- consiguieron resultados: ayudaron a preparar el terreno para los trascendentales adelantos científicos del siglo XVII.15

Y a un nivel esta misma unidad se hace bien patente en su biblioteca:

No hay  mejor marco para un estudio de la filosofía de Dee que un examen de su biblioteca. Esto es absolutamente básico para cualquier intento de entender su vida intelectual y cultural; y dado que la biblioteca estuvo a disposición de muchos personajes importantes del siglo XVI, tal vez tenga algo que decirnos acerca del espíritu del período isabelino en su conjunto. Examinando la biblioteca, vemos que Dee fue un hombre de intereses universales: la variedad de libros en sus estanterías era extraordinaria. Esta clase de estudio también ilumina algunas fuentes relativamente oscuras que contienen formas de pensamiento integrantes de la filosofía de Dee. 

Entre sus miles de volúmenes se podían encontrar desde las obras de aquellos que podemos considerar sus predecesores hasta otras de carácter más particularmente científico. Peter J. French en el capítulo que dedica a la biblioteca de Dee destaca entre otros ejemplares: los de Platón, Aristóteles y otros filósofos clásicos como Lucrecio, Diógenes Laercio, Isócrates y Plinio, importantes neoplatónicos como Proclo, Plotino y Sinesio, gran cantidad de manuscritos y libros de Ramon Llull, pensadores medievales como Boecio, Casiodoro, Duns Scoto, Alberto Magno y el de Aquino, Roger Bacon, trabajos de prácticamente todos los filósofos del Renacimiento Italiano, Marcilio Ficino, Pico de la Mirándola, obras de Paracelso, Trithemius, Cornelio Agrippa, Reuchlin, numerosas Biblias, una copia del Corán, libros de Justino Mártir, Clemente, Agustín, Cipriano, Lactancio y Eusebio, escasa representación de escritores protestantes (algún ejemplar de Lutero y Calvino), varias copias del Asclepio y el Poimandrés, Vitruvio, Francesco Giorgi, así como una completa colección de poesía antigua y tragedia clásica.

En su biblioteca, al igual que en su obra y en su mente, todavía no aparecían como irreconciliables dos mundos que en esencia constituyen uno solo: el de los números y el de los ángeles. Es la mentalidad moderna heredera de aquellas fuerzas oscuras que antes mencionábamos que odiaban y temían todo lo que no podían comprender, la que por un lado ha negado el componente mágico de la existencia, al no poder sobrepasar una lectura psicológica de la realidad, y por otro ha encasillado al número en su visión práctica y cuantitativa. 

Como su biblioteca revela, Dee era católico en el sentido más fundamental de la palabra, queriendo considerar las dos caras de un argumento y sintetizar cuando era posible pero sin descartar ningún punto de vista de antemano. Quiso alcanzar todo el conocimiento que pudiera ser útil al hombre. En el área vital de la religión, así como en otras áreas, el catálogo de Dee es una prueba de ello. Los trabajos de Platón están equilibrados con los de Aristóteles; las obras de Paracelso se contrarrestan con las de Erasto (un anti-Paracelsiano); los oponentes a la astrología están representados junto con sus defensores; y el número de trabajos esotéricos, mágicos y místicos es aproximadamente igual al de los prácticos y científicos. La colección subraya  la aparente dicotomía de los intereses de John Dee. 

Dee dedicó muchos años a recopilar esta gran cantidad de libros y manuscritos en su mansión de Morlake, creando la biblioteca más completa de la Inglaterra isabelina y tal vez también del continente, llegando a constituir un importante polo de difusión que nos recuerda la academia platónica de Florencia. Allí se reunieron durante años estudiosos interesados por la sabiduría que atesoraba, al mismo tiempo que para escuchar las enseñanzas que Dee generosamente impartía. Todos ellos en busca de un único saber expresado en sus diversas acepciones, especialmente las matemáticas y la geometría, pero también la navegación, la cartografía, las antigüedades, etc; entre estos intelectuales cabe destacar Edward Deyer, Walter Raleigh, el conde de Leicester y el sobrino de éste Philip Sidney.16 

Otro factor que suele caracterizar a aquel que alberga en su interior una certeza difícil de compartir con la mayoría de los que le rodean, es la necesidad de ampliar sus horizontes y encontrar aquellas almas afines con quienes contrastar e intercambiar fuentes y hallazgos, “hermanos” que a través del lenguaje matemático, de la Cábala, la Alquimia o la Astrología conocen un mismo idioma, el simbólico, y saben que en su caminar se aúna el dar y el recibir; es por ello que a menudo el espíritu del buscador va unido al del viajero.

Dee viajó en varias ocasiones por el continente europeo, especialmente a Praga, donde mantuvo contactos con el emperador Rodolfo II, además de otros varios personajes interesados por la Cábala y las ciencias herméticas. Frances A. Yates que tan exhaustivamente y con lucidez ha estudiado este período histórico afirma:

(Dee) había sembrado potentes semillas que crecerían y darían una extraña cosecha, pues ha sido demostrado que los llamados “manifiestos rosacruces” publicados en Alemania a principios del siglo XVII tienen una fuerte influencia de la filosofía de Dee, y que en uno de ellos figura una versión de la Monas Hieroglyphica. Los manifiestos rosacruces exhortan a llevar a cabo una reforma universal en todo el mundo por medio de la magia y de la Cábala. La apertura de la mágica tumba del mítico “Cristián Rosa Cruz” (Christian Rosencreutz) es la señal del principio de la reforma general. Este personaje, en uno de sus aspectos, es quizás un recuerdo teutonizado de John Dee y de su Cábala cristiana, lo cual confirmaría la hipótesis de que “Cábala cristiana” y “pensamiento rosacruz” pudieran ser sinónimos.17 

Ya definitivamente de vuelta a Inglaterra en el año 1589 y hasta su muerte el 1608, John Dee se encontrará una situación bien distinta a la que dejó. Durante este tiempo y debido a distintas circunstancias políticas, el círculo de amigos y colaboradores de Dee se va diluyendo, a la par que va perdiendo el favor de la reina. Gradualmente su mensaje y su misma persona son cada vez más rechazados, y se le llega a considerar un simple hechicero,18 hasta tal punto que un grupo de personas quema su biblioteca destruyendo gran cantidad de libros y manuscritos. Frente a esta situación hostil se ve obligado a defender su posición, argumentando que sus labores nada tienen que ver con la búsqueda de ningún tipo de poder personal y oscuro, sino que su única meta es la Verdad. Citamos un fragmento de una carta redactada por el propio Dee y dirigida al arzobispo de Canterbury en la que se defiende de las calumnias que le acusan de ser un brujo que practica la magia negra. En dicha carta asegura que, desde su juventud,

el Todopoderoso ha tenido a bien insinuar en mi corazón un celo y un deseo insaciables de conocer su verdad. Y en él y por él buscar incesantemente y escuchar igualmente por el verdadero método y armonía filosóficos, procediendo y ascendiendo... gradatim de las cosas visibles a considerar las cosas invisibles, de las cosas corpóreas a concebir las cosas espirituales, de las cosas transitorias y momentáneas a meditar sobre las cosas permanentes; por las cosas mortales... a alcanzar alguna percepción de la inmortalidad. Y para concluir, muy brevemente, mediante el marco maravilloso de todo el mundo, considerado filosóficamente y circunspectamente clasificado, numerado y medido, siempre y con la mayor fidelidad amar, honrar y glorificar a su Hacedor y Creador. 

Nos encontramos de nuevo ante un escenario prototípico, y por tanto ejemplificado múltiples veces a lo largo de la historia, en que un hombre de conocimiento se ve en la necesidad de exponer ante el mundo, en cierto modo traduciendo a un lenguaje que el mundo pueda comprender, algo que para él resulta tan obvio como que todo lo que le rodea, las personas y las cosas, no tienen por ellas mismas su última razón de ser, sino que constituyen la manifestación aparente de algo que las anima y las trasciende. Es por tanto a través de su condición de símbolos que se puede ascender, utilizándolas como soportes, hacia su último significado, su origen. Es cuestión de delimitar claramente esta función desinteresada y liberadora, separándola de cualquier utilización menor o proyección particular. En el fondo, en estas circunstancias lo de menos es lo que el mundo vaya a entender –a fin de cuentas nada– sino la posibilidad de que uno mismo en su proceso de realización alquímica, se libere de las posibles adherencias o escorias (qliphot) de la ignorancia, que tal vez teñidas de muy buenas intenciones, están dificultando cuando no impidiendo, el propio proceso de identificación con aquello que no sabe de diferencias ni de dualidades.


NOTAS
(*) [Este artículo apareció originalmente en la Revista SYMBOLOS Nº 31-32 (Barcelona 2007). Nº doble monográfico dedicado a "Historia y Geografía Sagrada". No hallándose ya en la web de la revista se publica hoy aquí con el permiso expreso de su autor. Se han añadido algunos enlaces].
1 PoimandrésXI, 19. Traducción que consta en Hermetismo y Masonería, de Federico González, Apéndice 1. Editorial Kier, Buenos Aires, 2001.
2 Federico González. Las Utopías Renacentistas. Editorial Kier, Buenos Aires, 2004.
3 El poder de la Contrarreforma estaba representado por España y su monarca Felipe II cuyos intereses se oponían diametralmente a los británicos. Isabel I supo canalizar el antagonismo entre ambos países, al que contribuyó decisivamente la ejecución de María Estuardo, reina escocesa, baluarte del catolicismo. Por otra parte Isabel I necesitaba romper el monopolio comercial español para asegurar el crecimiento británico, ayudó además a los rebeldes holandeses en su lucha por la independencia y fomentó el castigo de la marina española permitiendo las escaramuzas de piratas como Drake. El punto culminante en este pulso de poder lo supuso la derrota de la Armada Invencible en el año 1588, la cual vino a proclamar la hegemonía inglesa y a un nivel también el triunfo del protestantismo.
4 El comercio, arte de la negociación, está auspiciado por Hermes. El arte del intercambio, como todo, también tiene distintos planos de lectura, desde el puramente económico (físico), otros niveles que tendrían que ver con las relaciones psicológicas como es el caso, y niveles más altos que dan sentido a los precedentes y que nos hablan directamente de la complementación de lo aparentemente opuesto
5  Se dice que fue educada como un varón, lo cual teniendo en cuenta su época significa que tuvo acceso a todo un conocimiento que por aquel entonces estaba en parte vedado a su sexo. Estudió lenguas clásicas, historia, retórica y filosofía, y en mayor o menor medida todas las Artes Liberales.
6 En la paradoja se hace compatible aquello que mediante la razón se ve como excluyente; se trata por tanto de una ayuda, un impulso a formas más elevadas de concepción. (En otro orden de cosas también parecería un contrasentido el apelativo de Reina Virgen a quien se atribuyen relaciones amorosas con distintos de sus “favoritos”).
7 A dicho círculo también se acercó Erasmo de Rotterdam quien al llegar a Inglaterra en el año 1499, describe la impresión recibida por el ambiente que allí se vive: “He encontrado aquí un humanismo y una erudición tan grandes, tan exentos de toda vulgaridad y tan logrados, lo mismo en la vertiente latina que griega, que se me han quitado las ganas de volver a Italia. Cuando escucho a mi amigo Colet, me parece estar oyendo al mismo Platón. ¿Quién no reconocería en Grocyn un dominio de todos los saberes? ¿Puede darse algo más penetrante, más profundo y más exquisito que el juicio de Linacre? ¿Dónde encontrar un natural más amable, más atrayente y más feliz que el de Tomás Moro?”. Fragmento de una carta citado en la Introducción del libro Tomás Moro: Utopía. Alianza Editorial. Madrid.
8 Ver el capítulo sobre Tomás Moro de Las Utopías Renacentistas.
9 Para intentar legitimar dicho divorcio, el monarca consultó la opinión de Francesco Zorzi acerca de las distintas orientaciones que aparecen en el Antiguo Testamento, sobre la legalidad o no de contraer matrimonio con la viuda de un hermano difunto (Catalina de Aragón era la viuda de su hermano Arturo). También se dice que con esta finalidad buscó la opinión de varios rabinos judíos, lo cual es interesante en una época en la que oficialmente no había judíos en Inglaterra pues habían sido expulsados en 1290 y no serían admitidos hasta el reinado de Carlos II.
10 Dicho fracaso se evidenciaría especialmente en las expectativas de la boda de la princesa Isabel, hija de Jacobo I, con el Elector Palatino del Rin.
11 Este es el auténtico significado del sacrificio (de sacrum facere hacer sagrado), la vivencia y entrega de uno mismo como una verdadera unidad, y no su acepción religiosa y dual.
12 Dee fue nombrado primer astrólogo de la reina y le asesoraba en sus decisiones, también seleccionó el día más propicio para su coronación.
13 Introducción a la edición de La Mónada Jeroglífica, de Ediciones Obelisco, firmada por Luis R. Munt.
14 Los Tudor pertenecerían a una antigua estirpe británica descendiente del rey Arturo –y a través de éste al legendario Bruto que dio nombre al país–, lo que justificaría que Isabel I reclamara lejanos territorios, y legitimara la expansión marítima.
15 John Dee, The Worl of an Elizabethan Magus, Peter J. French, Ed. Routledge & Kegan Paul, London, 1972.
16 En la obra de Philip Sydney, que además de poeta fue un hombre de estado y un intrépido soldado, se hace patente la idea que más tarde volveremos a ver en Shakespeare, del  poeta como un mago capaz de crear  nuevos mundos. Muy en especial a través suyo se manifiesta la influencia de Giordano Bruno y su Arte de la Memoria –basado en el  poder evocador y regenerador de las imágenes visuales–, en el Renacimiento isabelino.
17 La Filosofía Oculta en la Epoca Isabelina, Frances A. Yates. Fondo de Cultura Económica. México, 1982.
18 A ello contribuyó su relación con Edward Kelly, personaje oscuro –tildado de embaucador y de “soplador” con pretensiones de alquimista– que parece haberse aprovechado de la posición de Dee, “ayudándole” en sus labores como en la invocación de entes angélicos. Se ha dicho también que algunas de estas actividades pueden haber sido efectuadas como cortina de humo para distraer de las verdaderamente importantes, ligadas a la misión de Dee de más vasto alcance.

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