El Símbolo en Cataluña
Viajes por la Geografía y la Historia
(1) (*)

   Francisco Ariza ︎

Introducción

En este trabajo queremos hablar de la simbólica del viaje. Para ello creemos necesario desarrollar en primer lugar algunas ideas relacionadas con el símbolo en general para adentrarnos posteriormente en el tema específico del viaje sin pretender ni mucho menos agotarlo, lo cual sería imposible, pues como cualquier símbolo éste se presta a desarrollos prácticamente indefinidos; ni tan siquiera es nuestra intención mencionar todos los símbolos que de una u otra manera están relacionados con él. El tema, efectivamente, es tan amplio que lógicamente no puede entrar en el marco de un artículo, por muy extenso que éste sea.

Aunque sí diremos que la simbólica del viaje está estrechamente ligada con el símbolo de la rueda, entre otras razones por el hecho mismo de la “movilidad” que implica necesariamente el acto mismo de viajar.(1) Pero además su relación con la rueda también aparece cuando advertimos que el viaje siempre se realiza hacia un destino determinado, destino que para el viajero es como una referencia constante, como también es una referencia permanente el centro inmóvil de la rueda para el movimiento de la misma, pues incluso éste no existiría sin aquél, sin su centro. Todo el movimiento de la rueda cobra sentido gracias a la inmovilidad del centro,(2) por lo mismo que todo el viaje, y el movimiento que implica, siempre se cumple en función de su destino. En efecto, no se viaja si no hay una “meta” hacia donde dirigirnos, es decir un fin que lo justifique, aunque a veces no seamos conscientes de ello; pero si profundizamos un poco veremos que el impulso de viajar obedece a una necesidad no sólo vital, que también, sino esencialmente a una necesidad de otro orden mucho más profundo, espiritual en el pleno sentido de la palabra. Es por eso que dicha “meta” está fuera de las coordenadas espacio-temporales. No es horizontal sino vertical.

De hecho, ya veremos que el viaje por excelencia, el de nuestra vida, no consiste en otra cosa que en buscar su sentido y su significado más allá de la periferia y las apariencias de las cosas, siempre equívocas, es decir de la multiplicidad y la dispersión en las que normalmente nos encontramos; ese sentido y ese significado equivalen efectivamente a lo que representa el centro para la rueda, o sea todo, pues es obvio que, como decimos, sin el centro ella no existiría.

Por eso mismo también está vinculado el símbolo del viaje -y el de la rueda- con el del laberinto (que implica un constante “perderse para encontrarse”, hasta la “salida” de él, que siempre es vertical, cenital, por lo alto), y también con el de la espiral, tan relacionada con este último, y por supuesto con todo lo que se refiere a los ciclos y los ritmos, y por consiguiente con la historia y la geografía.

Y hablando de esta vinculación entre el viaje y la rueda, nada mejor que acudir al siguiente fragmento de una obra fundamental en los estudios sobre la Tradición Unánime como es justamente El Simbolismo de la Rueda, de Federico González, donde además se sintetiza perfectamente lo que estamos intentando explicar:

En este sentido nos gustaría decir algunas palabras referidas a la asociación de la rueda con la psicología de la marcha, el viaje, la búsqueda, la idea de superación de obstáculos, desafío, progreso, desarrollo, evolución. Conceptos todos que siendo muy loables desde un punto de vista –tomados como movimientos del alma-, sin embargo llevan implícitos su propio fin. A no ser que puedan ser transferidos del plano horizontal, donde comúnmente se los encuentra, al vertical. De la necesidad psicológica, o de la simple ansiedad de ir más lejos, por curiosidad, o por querer experimentar algo novedoso, al hallazgo y la realización espiritual.

O sea, siempre que esa aspiración encuentre un orden ascendente y no nos precipite en un desorden descendente, originado por la propia dinámica del deseo, que jamás puede ser satisfecho, pues al obtenerse lo pretendido, él sigue subsistiendo y origina nuevamente su proceso reincidente, que por agotamiento comienza a decrecer.

Vale decir, cada vez que se ha considerado como un medio que posibilite un fin superior y desconocido, y no como un fin en sí mismo, en el cual lo desconocido sería suplantado por el simple cambio de formas y su perpetua reincidencia. O por las distancias cuantitativas atribuidas a ese más allá, o la suma de las posibles experiencias sensibles.

Esas aspiraciones horizontales, bien entendidas, son la memoria inconsciente de lo vertical. La atracción hacia el centro, la fuerza que posibilita el retorno a los orígenes. Por ello el hombre es un privilegiado, pues en cualquier momento puede recuperar la memoria de sí, intentar reconstruir su pasado glorioso, volver a sus fuentes perdidas.

El hilo del tiempo teje permanentemente en su rueca esta urdimbre y trama, que es un soporte para conocer lo atemporal, lo eterno, presentido oscuramente en nuestro interior, y que es, en definitiva, el motor secreto que nos impele a realizar todos los actos, aunque no sepamos este hecho o lo traduzcamos de mil maneras tan superficiales como anecdóticas. Minucias de corto alcance que nos distraen, nos encandilan y supeditan a ellas al someternos a su yugo.

En ese sentido el símbolo es una valiosísima ayuda, pues concentra nuestra atención y nos permite orientarnos y ordenarnos con respecto a nuestro eje. (3)

“Reconstruir su pasado glorioso, volver a sus fuentes perdidas...” En el contenido de estas palabras, en lo que ellas nos evocan y sugieren en lo más íntimo, está en verdad ese “motor secreto” que nos empuja hacia la búsqueda espiritual.

Por otro lado, lo que digamos sobre el simbolismo del viaje nos servirá de introducción a una serie de rutas e itinerarios que vamos a emprender por la geografía catalana, enfocándolas como un estudio que pretende profundizar no sólo en el aspecto físico de esa geografía sino también, y sobre todo, en su dimensión mágica y metafísica, lo que hacemos extensivo asimismo a la Historia y al Arte que se ha dado en la tierra catalana a lo largo del tiempo.

Necesariamente este enfoque se distingue ya de entrada de la simple “visita turística”, o del “viaje cultural” estandarizado, tan de moda hoy en día, e incluso del “paseo arqueológico” acometido con voluntad de “especialista”. No es que rechacemos ni mucho menos estas formas de viajar, pues siempre se aprende alguna cosa interesante de los lugares que se visitan. Mas si las diferenciamos de nuestras Rutas es sencillamente porque éstas, al tratarse de una actividad del Centro de Estudios de Simbología, lo propio es que las abordemos como una forma de estudiar e investigar en la huella que los símbolos, y los códigos simbólicos en general, han dejado en la historia y la geografía, y sobre todo, como es lógico, en los monumentos arquitectónicos y demás muestras procedentes de las diversas artes y artesanías, que como la escultura, orfebrería, cerámica, carpintería, tejido y las artes plásticas en general, tanto abundan en Cataluña y el resto de la Península, lo que no es de extrañar teniendo en cuenta el rico patrimonio cultural heredado de su intensa y prolija historia.

Una historia que ciertamente hay que comenzar a entender por encima de cualquier veleidad político-social y por supuesto historicista, si bien no podemos dejar de ver en estos aspectos externos expresiones simbólicas que manifiestan otras realidades que están ocultas tras las apariencias de las cosas, y que en nuestra ignorancia sobre la auténtica trama y urdimbre del mundo suponemos que no tienen conexión entre sí.

Como quedará de manifiesto a lo largo de estas páginas nuestro punto de vista se arraiga en la Filosofía Perenne o Tradición Unánime, y más en particular en la Tradición Hermética, vigorosa ramificación de aquélla que nos enseña a liberarnos de esa ignorancia gracias a la didáctica y la comprensión que nos vienen del significado de los símbolos. Diremos que el desarrollo histórico de la Tradición Hermética se ha dado en toda el área de Occidente a lo largo de los últimos dos mil años, si bien sus orígenes son antediluvianos.(4) Cataluña, que obviamente forma parte integrante de la cultura occidental y de su historia, no es ajena ni mucho menos a la influencia del Hermetismo.(5)

Así pues, nuestro discurso estará dividido en tres partes claramente delimitadas; la parte dedicada a las rutas por Cataluña será la última, mientras que en la primera, como ya dijimos, vamos a exponer el sentido general del símbolo para a continuación adentrarnos en el simbolismo del viaje, acudiendo para todo ello a distintas fuentes con el fin de que nos ilustren acerca de su dimensión iniciática, que es la que nos interesa por encima de cualquier otra, pues ella, por la propia naturaleza de su punto de vista, de su perspectiva, comprende a todos los demás sentidos. En el fondo, decir iniciático es decir metafísico, o sea ir al origen y a los principios de todas las cosas.


I
Sobre el símbolo, la tradición y el arte


Es un hecho evidente que sin la existencia de las artes y artesanías no tendríamos testimonio alguno de lo que fueron las antiguas culturas y civilizaciones, las que se dieron aquí o en cualquier otro lugar de Europa y del mundo. Importa subrayar que es gracias a esas manifestaciones artísticas que hemos recibido el legado de un conjunto de ideas de orden metafísico y cosmogónico que han permitido la existencia de esa Tradición Unánime, también llamada Ciencia Sagrada, la que cada pueblo, cultura y civilización particular ha expresado con sus formas y peculiaridades propias.

Precisamente, ha sido gracias al símbolo, y especialmente a aquellos que aluden directamente al modelo cósmico (como el Arbol de la Vida cabalístico, o la misma Rueda sin ir más lejos, que pertenece a todas las culturas sin excepción, desde las más arcaicas y primitivas hasta las más desarrolladas), que podemos conocer el significado de esas ideas medulares, y por consiguiente penetrar en el alma y el espíritu de lo que fueron aquellas civilizaciones, cuya capacidad de asombrarnos es inagotable ante la coherencia, belleza y esplendor con que dieron a conocer su concepción del mundo.

Las antiguas civilizaciones mostraron siempre una fidelidad inquebrantable a los principios que las conformaron en su origen, principios cuya naturaleza espiritual y metafísica está efectivamente expresada y sugerida con nitidez en los símbolos y sus códigos sapienciales, comprendiendo dentro de éstos a los ritos y los mitos de todos los pueblos, que como sabemos constituyen no sólo el enmarque sino la trama entera que posibilita la existencia de la idea misma de cultura y civilización, tal y como éstas se entendieron en la Antigüedad, que en Occidente llega hasta el Renacimiento, es decir hasta los mismos albores de los tiempos modernos.

Para nosotros la historia, como la geografía, está viva y regresar a los orígenes significa renovarse, beber de la fuente de la eterna juventud, afirmar la estabilidad espiritual frente al devenir temporal. En efecto, conforme penetramos en el conocimiento del legado cultural de las civilizaciones tradicionales (cuya presencia convive con nosotros y con nuestra época a través de los fragmentos y vestigios de su arte y su ciencia, o sea de su cosmogonía) vamos teniendo la clara y nítida impresión de estar realizando un viaje a los orígenes, o sea a un “tiempo atemporal”, valga la paradoja, que permanece vivo dentro de nosotros.

Lo que “descubrimos” de realmente importante a través de ese conocimiento es que existen otros orígenes que no son temporales; que es precisamente de esos orígenes atemporales que esas mismas civilizaciones tienen su origen en el tiempo histórico, y que a través de los primeros entroncan con una genealogía divina, mítica. En efecto, es del mito y la leyenda sagrada, o sea de lo suprahistórico, de donde esa historia recoge precisamente sus elementos esenciales y más profundos, aquellos que dan sentido a una civilización y en consecuencia la posibilidad de que ésta, y los seres humanos que la integran, puedan reconocer esa genealogía en cualquier momento de su ciclo histórico. El linaje de la “cadena áurea” humana es el reflejo horizontal de la “cadena áurea” supra-humana y vertical, o sea del linaje de los dioses y potencias divinas constantemente evocadas a través de la sacralidad del rito.

Justamente es por eso que más que hablar en pasado de estas culturas y civilizaciones debemos hacerlo en presente, como si realmente continuaran existiendo, puesto que como decimos el mensaje que nos dejaron continúa vivo, no ha muerto ni morirá jamás. Si ese legado es el de una Tradición Unánime o Cosmogonía Perenne es obvio que él está presente en cualquier tiempo, incluido el nuestro, aunque sea prácticamente desconocido para los hombres y mujeres contemporáneos. Como nos recuerda a este respecto Federico González en el cap. II de Simbolismo y Arte:

En efecto, la descripción del mundo, la cosmovisión esencial, ha sido revelada por todas las tradiciones conocidas, así hayan sido éstas pueblos primitivos o grandes civilizaciones. Eso se debe, antes que nada, a que la cosmogonía es sólo una y es la misma para todo tiempo y lugar; por lo tanto la descripción que de ella se hace ha de ser idéntica, puesto que corresponde a un solo Conocimiento; lo que se suele olvidar es que es en ese mismo cosmos donde vivimos los contemporáneos, y también que la comprensión de su descripción, no sólo es valida para hoy, sino actuante, al promover en la psiqué una revulsión de imágenes, sugeridas por los símbolos, hasta el cambio completo, o conversión de la misma. Porque la sustitución de las concepciones chatas, pequeñas, asfixiantes o históricas con que nos ha proveído el mundo moderno provocará en nosotros, y por lo tanto en nuestro pensar-actuar, una verdadera transmutación, si se han vivenciado de forma concentrada los símbolos de la Cosmogonía Perenne y se los ha absorbido en el corazón. En ese caso el modelo del universo se ha constituido en un mandala multidimensional que abarca la totalidad del ser y el soporte más indicado para la construcción del hombre nuevo, de la ontología, como paso previo a la metafísica; se podría decir que el ser que edifica su vida de acuerdo a los Universales, o Arquetipos, se inicia en el Conocimiento de la realidad, lo que ha sido el caso de todos aquellos que construyeron las culturas de las que somos herederos.

Abundando un poco más en estos conceptos, hemos de tener en cuenta que en toda sociedad tradicional las cofradías de artesanos han sido siempre las receptoras de las ideas transmitidas por los sabios y filósofos a través de los símbolos y los mitos cosmogónicos y metafísicos, los que posteriormente eran plasmados en las obras surgidas de los numerosos oficios, en donde lo más importante consistía justamente en percatarse del aspecto intangible y sutil de la idea que residía en dichas obras.

Por centrarnos en una civilización muy conocida por todos nosotros, pues en gran parte somos herederos de ella, nos referimos a la romana, en ésta es evidente la influencia que tuvieron las enseñanzas de la Escuela Pitagórica entre las corporaciones artesanales, y muy especialmente entre los Collegia Fabrorum, a los que pertenecían los arquitectos y constructores. Como sabemos, el Pitagorismo estaba basado en la metafísica del número y la geometría, pero también era portador de los antiguos Misterios Orficos, relacionados con una alquimia espiritual cuyo fin era la transfomación de la naturaleza humana en su Arquetipo divino, el Gran Espíritu o Sí Mismo.

Sin esa influencia, a la que hemos de incorporar el Platonismo y el Estoicismo (que formaron junto con el Pitagorismo los tres pilares sobre los que se asentó la cultura clásica grecolatina), las grandes obras de la civilización romana no hubieran existido tal y como las conocemos, mostrando la energía de una inteligencia práctica conjugada con un sentido profundamente sagrado de la existencia, en la que el rito, es decir el símbolo y el mito en acción, encarnados, era el vínculo directo con el numen y las deidades más altas.

Y ya que mencionamos a Roma (de la que hablaremos extensamente en nuestros viajes por Tarragona, Barcelona y Ampurias fundamentalmente), hemos de decir que, como todas las antiguas civilizaciones, ella estuvo plenamente vertebrada por la Tradición, concepto que lejos de ser sinónimo de “costumbre” como se lo considera hoy en día, se refiere por el contrario a un conjunto de ideas que derivan directamente de los principios metafísicos, ideas que interrelacionadas entre sí, y comprendidas por el hombre como intermediario que es entre el cielo y la tierra, han sido los verdaderos artífices de la cultura, a la que han estructurado de acuerdo a esos mismos principios.

Recordemos que tradición viene de tradere, de la que también procede transmitir, y esa transmisión no consiste en otra cosa que en un legado o herencia de carácter esencialmente espiritual. Lo que se transmite son precisamente esas ideas que por su naturaleza metafísica permanecen siempre inmutables y no sujetas al cambio de lo “que siempre deviene y nunca es”, en palabras de Platón. Constituyen siempre esa imprescindible referencia central para todo lo que existe, ya que son ellas las que han fijado el modelo arquetípico y cosmogónico que ha dado existencia a cada civilización, es decir su ser y su identidad, articulando todas las manifestaciones y aspectos de la vida humana: ya fuese en lo social, en lo político, en lo artístico, lo científico, religioso, filosófico, etc.

El discurrir de la vida del hombre de aquellas culturas se sustentaba en valores inalterables y espiritualmente pletóricos que evidenciaban una dimensión superior de la existencia y que se expresaba finalmente en los actos de la cotidianidad, de ahí que en esas culturas cualquier actividad realizada por el ser humano constituyera un verdadero rito. No existía, como tampoco existe ahora aunque se piense lo contrario, una separación radical entre los distintos niveles o planos de la realidad (que en el hombre se expresan a través de su cuerpo, su alma y su espíritu o intelecto superior, y en el cosmos por medio de la tierra, el mundo intermediario y el cielo, o según otra terminología: el inframundo, la tierra y el cielo), sino que ellos están armónicamente entrelazados e interrelacionados por sus correspondencias y analogías mutuas, pues el cosmos, como el ser humano, es un organismo vivo donde la parte (lo individual) refleja y expresa al todo (lo universal).

El respeto hacia la realidad de lo sagrado (que no hay que confundir con el sentimentalismo religioso, que en todo caso es una expresión muy pobre de esa realidad) es algo consubstancial a todos los pueblos tradicionales, siendo ésta una de las diferencias fundamentales que los separan de las sociedades actuales, o mejor dicho: son estas sociedades las que están separadas de aquellos pueblos, y de la Cosmogonía Perenne que ellos vehicularon, al haberse autoimpuesto unos límites mentales demasiado estrechos para comprender toda la compleja y sutil trama que impregna y da vida a sus estructuras culturales. Y es precisamente esa trama sutil, es decir la sonoridad inaudible de la Inteligencia hecha acto en la substancia y materia del mundo, la que muchas veces intuimos cuando contemplamos cualquier manifestación del arte antiguo; que es un arte, por lo demás, hecho para perdurar en el tiempo, que desafía incluso la acción disolvente de éste.

Alguien dijo en cierta ocasión, y con razón, que las civilizaciones tradicionales fueron devoradoras del tiempo, y no al revés, pues si bien es cierto que como todo ser vivo una civilización está sujeta al ciclo de nacimiento, crecimiento, madurez y muerte, sin embargo existía en ellas algo que se negaba a desaparecer definitivamente, algo irreductible a la muerte y al olvido. Ese “algo” no es otra cosa que lo suprahistórico, que como venimos diciendo es todo aquello que está por encima o “más allá” de la corriente del devenir (el Samsara), y cuya periódica actualización en el seno de esas sociedades venía dada por el despliegue y desarrollo de las ideas-fuerza contenidas en los símbolos, los ritos y los mitos como vehículos de la Unidad Omnipresente. Y es que estas ideas-fuerza emanan directamente de un modelo celeste inmutable e imperecedero, lo que Platón llama el Mundo Inteligible, y la Cábala el Mundo o Plano de las Emanaciones del Ser (Atsiluth). Bajo esta perspectiva, la investigación y la consiguiente meditación en las estructuras sutiles que conforman una civilización tradicional pueden constituir un soporte excelente de nuestra propia realización en el camino del Conocimiento. Oigamos de nuevo a Federico González:

La civilización –en la verdadera acepción de esta palabra- es un puente y una escala, una guía y un mapa de ruta en el viaje hacia el Sí Mismo. Y sus estructuras y sus expresiones constituyen no sólo un orden donde las cosas pueden ser posibles, sino también una didáctica, una enseñanza siempre viva y actual, que tanto se patentiza en sus deidades como en sus refranes “populares”.

Y a continuación nos hace esta oportuna observación, que como la anterior tiene mucho que ver con lo que estamos diciendo:

Si aceptamos que nuestra cultura todavía recuerda ciertos fragmentos de su pasado tradicional –que constituye su propia textura inconsciente-, podemos comprender estas manifestaciones unánimes. Ya hemos señalado los orígenes sagrados y míticos de todo arte y creación.

También hemos dicho que el modelo de la ciudad, el de la cultura de las civilizaciones, ha sido estructurado de manera análoga al modelo del cielo y al conocimiento interno y directo de la cosmogonía, dentro de la cual el estado humano tiene un papel primordial.

Y que estas estructuras culturales y simbólicas, como sus manifestaciones míticas y rituales, constituyen los principios a partir de los cuales estas civilizaciones progreden, hasta llegar posteriormente a olvidarlos en razón de su multiplicación, o caída, no obstante que éstos sigan conformando ocultamente el corazón de esa sociedad que los niega.(6)

Esto último confirma una vez más que las ideas de la Cosmogonía Perenne siguen vivas en nuestra sociedad a pesar de que sean negadas e ignoradas por la gran mayoría. Sólo tenemos que acercarnos a ellas intentando comprender las imágenes y símbolos que nos las hagan recordar y evocar, lo que nos llevará necesariamente a un replanteamiento de todo lo que ha sido nuestra vida hasta ese momento, empezando así la aventura del viaje interior. Por eso entendemos que son importantes estas Rutas Simbólicas que proponemos, porque, como dijimos al principio, ellas nos brindarán la oportunidad de ver y conocer al símbolo en el contexto histórico y geográfico donde éste se expresó y se sigue expresando, familiarizándonos con él y sobre todo con su contenido, que desde luego no es histórico sino de naturaleza suprahistórica y metafísica.

Aunque bien es verdad que a veces tendremos que acudir a los museos para ampliar nuestros conocimientos e ilustrar los pensamientos e ideas que brotarán espontáneamente de nosotros al contacto con ese depósito de sabiduría recibido de nuestros antepasados, aceptando finalmente que somos no sólo herederos de él sino que nuestra voluntad será la de participar en su difusión en la medida de nuestras posibilidades, pues en un grado u otro hemos llegado a identificarnos con aquello que la realidad del símbolo revela más allá de las formas con que se expresa. Lejos de ser lugares donde se “almacenan” los restos arqueológicos de tal o cual época y civilización, en los museos también se ha guardado, y protegido, la memoria del Arte universal, señalando los diferentes matices de una cultura en relación con las otras, mostrándonos también los símbolos fundamentales que las unifican por lo interior (es decir a través de su metafísica o esoterismo) y las hacen herederas de una sola Filosofía Perenne, en definitiva asumir como un todo la riqueza de su patrimonio espiritual y el lenguaje con que representaron y entendieron las Ideas Eternas...

Acerca de todo esto leemos en Introducción a la Ciencia Sagrada. Programa Agartha:

Visitar un museo de Arqueología es en cierto modo recuperar el sentido de la atemporalidad. Todas las piezas, numeradas y catalogadas, están ahí como resistiéndose al tiempo, negándose a dejar de existir definitivamente. Ajenos a cualquier prejuicio nos daremos cuenta de todo lo que el hombre, inspirado en los principios metafísicos que conformaron su civilización, es capaz de crear, de hacer, de edificar, en definitiva de plasmar en la piedra o cualquier otra materia o substancia, reflejando la belleza de su mundo interior. Pues esas columnas y arcos, esas esculturas, pinturas, cerámicas, bajorrelieves, mosaicos, son símbolos y gestos que el rito del trabajo artesanal pacientemente ha elaborado y fijado: de repente, toda la cultura humana está ahí representada. Un museo arqueológico es en verdad un discurso donde se expresa lo antiguo (este es precisamente el significado etimológico de arqueología), término que no debe ser confundido con lo viejo y lo caduco; más bien se relaciona con todo aquello que es perenne y que refleja las ideas y arquetipos universales. En este sentido lo antiguo es perfectamente actual. Y un museo arqueológico puede ser un lugar excelente de meditación (señalemos que la palabra Museo procede de Musa) si lo abordamos no con ojos de “especialista”, sino como si se tratara de una evocación poética donde con toda probabilidad encontraremos un aspecto olvidado de nosotros mismos.(7)

Por ello estamos totalmente de acuerdo con Ananda Coomaraswamy(8) cuando afirma que la misión de un museo o la de cualquier educador no consiste en halagar y divertir al público, incentivando sus sentimientos refinados y estéticos, o sea superficiales, sino que más bien consiste en estimular y promover su inteligencia, que, como también se ha dicho, resplandece con todo lo que la revela. Desde este punto de vista, la visita a un museo, en este caso arqueológico pues serán los que más visitaremos, nos revelará su verdadera función: la de poder llevar a cabo esa labor didáctica y de síntesis tan necesaria para comprender a través de una determinada civilización aquello que en realidad ha conformado a todas: la presencia viva del Misterio, de aquello que no puede ser nombrado por su naturaleza metafísica, que es el origen y el fin de cualquier creación, así sea ésta la del cosmos o la obra que realiza el hombre cuando todas las facultades y potencias de su ser se unen y armonizan para reproducir exteriormente la imagen arquetípica vislumbrada en su interior, o sea la encarnación viva del Modelo Cósmico, que emerge como consecuencia de la comprensión de esas Ideas Eternas que han sido depositadas en su conciencia por la Enseñanza tradicional vehiculada por el símbolo.

Esta es para nosotros la verdadera función del arte cuando se le devuelve su sentido original, y no es el resultado de ninguna veleidad “subjetiva” y puramente individualista, que es la marca característica del arte moderno, salvo honrosas excepciones. Para resumir: no comprenderemos enteramente ninguna manifestación del arte antiguo (pero siempre actual), lo que éste significa, hasta que no lleguemos a pensar en él como lo hicieron sus autores, ya fuesen conocidos o anónimos.


II
El viaje como símbolo de la realización interior


Como decíamos al principio, todo lo dicho hasta aquí acerca de la Filosofía Perenne y el símbolo que le sirve de soporte y vehículo ha sido necesario para situarnos en el marco teórico donde se inscribirán nuestras Rutas. Recorreremos los caminos de Cataluña con el mismo espíritu que animaba a los viajeros de la antigüedad, y al igual que ellos viviremos esa experiencia como un soporte de nuestro propio viaje interno. De ahí que estos itinerarios estén especialmente dirigidos a todas las personas que de una u otra manera ya han tomado contacto con la Vía Simbólica y la Tradición, habiendo comenzado a realizar su viaje hacia el Conocimiento, al que consideran la más grande de las aventuras posibles. Pero también van destinados a cualquiera que comienza a tener un cierto interés en estos temas, por muy confusos o incipientes que todavía le parezcan. Lo importante es que escuche con atención las voces que empiezan a brotar dentro de sí, prestándoles la debida atención, pues seguramente son el eco que el alma recibe de otras realidades mucho más universales, que se quieren manifestar pues constituyen nuestra verdadera identidad.

Como nos recuerda Federico González, en este caso en Las Utopías Renacentistas (cap. IX), otro libro fundamental por la multitud de sugerencias que provee y la riqueza de su discurso intelectual directamente relacionado con la idea de la ciudad celeste y su ubicación en el alma humana:

El hombre lleva en sí el ansia de ampliar sus horizontes, lo que equivale en el exterior al viaje y la novedad de otras tierras. Arriesga su vida en ello, se juega entero. Pero no sabe que está simbolizando lo que es la mayor apetencia del alma: el conocerse a sí misma, es decir, la aventura del viaje interior inmensamente más rica que cualquier Eldorado.

Sin duda alguna no hay mayor tesoro que el Conocimiento, y tampoco mayor aventura que la que conduce a él. En efecto, cuando por las circunstancias que fuesen “descubrimos”, o mejor, “intuimos”, que nuestra individualidad es el reflejo de una realidad más alta, y como consecuencia de ello se nos despierta una irresistible curiosidad por saber qué es y de qué trata dicha realidad, entonces, en ese preciso momento, da comienzo una búsqueda que necesariamente se convierte para el alma en un viaje o peregrinaje, cuyos hitos o jalones son las etapas que la van acercando a la meta y al destino deseado: la identidad con el Ser Universal, con el Sí Mismo. La vida humana, si se quiere plena, ha de desarrollar todas sus posibilidades y no sólo las más inferiores e insignificantes, que son las que normalmente desarrollamos cuando no tenemos otras referencias más elevadas y verticales, referencias que son esos mismos principios ontológicos y metafísicos, los únicos que pueden llevarnos a la realización integral de nuestro ser por su identificación con ellos. Por eso mismo, empezar el viaje hacia el Conocimiento es estar ya de alguna manera en el Conocimiento. El radio que conecta la periferia con el centro es una irradiación o emanación del centro mismo.

Todas las civilizaciones han tenido su modelo cósmico, y con él han creado las estructuras que han permitido el desarrollo de su cultura. Incluso nuestra civilización moderna ha nacido de la aplicación en un contexto histórico determinado de algunas ideas sustentadas en la Tradición Unánime, que aquí en Occidente ha tomado la forma de la Tradición Hermética como recordábamos antes, si bien esas ideas se tomaron de manera fragmentaria, debido sobre todo a los condicionamientos mentales que han sido inoculados a lo largo de varios siglos por el racionalismo y sus derivados, empezando por el materialismo en todas sus vertientes (políticas, sociales, económicas, filosóficas, etc.), y cuyo punto de vista tan estrechamente limitado acabó por signar la mentalidad de los hombres y mujeres contemporáneos,(9) imposición que prácticamente ha exterminado cualquier atisbo de trascendencia y verdadera espiritualidad en sus vidas, empobreciéndolas y, lo que es peor, desarraigándolas de esa tierra nutricia interior que desde tiempo inmemorial todas las tradiciones han llamado con distintos nombres: la Patria Celeste, la Tierra Prometida, el Palacio Interno, el Centro del Mundo, etc.

A esa Patria alude precisamente san Pablo cuando afirma en la Epístola a los Hebreos (XI, 13-16):

En la fe murieron todos ellos, sin haber conseguido el objeto de las promesas: viéndolas y saludándolas desde lejos y confesándose extraños y forasteros sobre la tierra. Los que tal dicen, claramente dan a entender que van en busca de una  patria; pues si hubiesen pensado en la tierra de la que habían salido, habrían tenido ocasión de retornar a ella. Más bien aspiran a una mejor, a la celeste.

O como también dice este otro versículo del rey David en Los Salmos:

Abre mis ojos para que contemple las maravillas de tu ley. Soy peregrino sobre la tierra...

Quizás más que nunca sea necesario recuperar el verdadero sentido de todas estas expresiones, pues jamás como en la actualidad hemos vivido tan alejados de nuestro verdadero origen. Urge pues empezar ese viaje, y saber que, como se dice en el Tao-te-King, “mil millas comienzan ante tus pies”. De hecho, la palabra “peregrino” significa a la vez “viajero” y “extranjero”, lo que nos indica que ese “desarraigo” es algo consubstancial al hombre de todas las épocas, que en definitiva los seres humanos vivimos en esta tierra de manera provisional, lo cual es a todas luces obvio, pues al final del viaje de la vida no nos espera otra cosa que la muerte y el “pasaje” a otro estado del Ser.

En efecto, vivimos en este mundo como “transeúntes”, como si se tratara de un lugar de paso en un viaje que, sin embargo, no comenzamos con nuestro nacimiento ni tampoco terminará con nuestra muerte, salvo para quien habiendo transmutado su naturaleza individual y desarrollado sus posibilidades supraindividuales hasta identificarse con su Principio o Sí Mismo, se ha liberado en vida de la reincidencia cíclica de muertes y nacimientos (o sea del Samsara o Rueda del Devenir), “objetivo” éste que es el que persigue la plena realización espiritual.

Según las doctrinas orientales, y también en Occidente el pitagorismo (donde se habla de la transmigración del alma, o metempsicosis),(10) el estado humano es uno entre una indefinidad de otros estados, y es el alma individual, o viviente (inmersa en el “océano de la existencia”), la que una vez que ha comenzado a “recordar” su verdadera identidad va a la búsqueda de la unión con su Origen, que es al mismo tiempo su Destino último. Pero mientras no se produce esa unión, el alma individual “pasa” o “transmigra” de un estado a otro entretejida en el velo de Maya, que la tiene atrapada en la ilusión de que ella es diferente del Sí Mismo, y no una sola y única Realidad con El.

Los estados del ser son ciclos de existencia, y como todos los ciclos, grandes y pequeños, están encadenados entre sí, conformando el conjunto indefinido de todos ellos la “Cadena de los Mundos” (otra imagen de la Rueda del Devenir o Rota Mundi), sostenida por un eje invisible que es el “hálito de Brahma”. El fin de un ciclo (es decir la muerte a un estado) es el nacimiento a otro ciclo, a otro estado, siendo la vida y la muerte las dos caras de una misma moneda. Para escapar a esa sucesión indefinida de muertes y nacimientos el alma ha de emprender el camino hacia el centro de esa rueda, donde todo movimiento cesa y puede ser reintegrada en su Principio. El trayecto que va de la periferia de la rueda al centro de la misma, constituye propiamente hablando el “viaje iniciático”.

Siempre se ha considerado al viaje terrestre como un símbolo o reflejo del viaje celeste. Esto es lo que al menos representaba y sigue representando una de las vías de peregrinación más conocidas en Occidente: el Camino de Santiago, nombre que es también el que recibe la Vía Láctea, lo que nos está confirmando precisamente esa analogía entre el viaje terrestre y el celeste.(11) Debemos recordar que no sólo existe el “camino de Santiago” externo (el que todo el mundo puede recorrer físicamente), sino que también existe el interno, y que es éste el que en verdad interesa emprender. No es desde luego por casualidad que en la Alquimia medieval se denominara “Camino de Santiago” al viaje de transmutación y de regeneración psicológica conducente al nacimiento espiritual del adepto.(12)

El Camino de Santiago es un ejemplo próximo a nosotros, pero en todos los pueblos antiguos y tradicionales ha existido el peregrinaje a los lugares sagrados, un punto señalado de la geografía de esos pueblos donde aconteció la revelación del mito esencial que dio origen y cimentó su cultura. Ese lugar deviene el “centro del mundo” y su peregrinaje hacia él tiene todas las características de un viaje al Origen para quien lo lleva a cabo, y todo acontecimiento ocurrido durante ese viaje cobra un significado especial relacionado con su viaje interno.

El mundo en que se mueve el iniciado a partir de ese momento es un mundo “sagrado” y lleno de sentido, porque ha sido habitado y transformado por los Seres Sobrenaturales. De esta manera, siempre es posible “orientarse” en un mundo que posee una historia sagrada, un universo en el cual cada rasgo prominente [del paisaje] está asociado con un acontecimiento mítico.(13)

O sea, que no sólo hay una geografía física, sino también una geografía sutil, metafísica, como existe asimismo una metahistoria que nos habla de que el tiempo es una imagen móvil de la Eternidad, y que los ciclos de la vida cósmica, terrestre y humana, en constante movimiento, coexisten con su arquetipo eterno e imperecedero.

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René Guénon, en el capítulo titulado “A propósito de los peregrinajes” perteneciente a Estudios sobre la Franc-Masonería y el Compañerazgo, amplía esta idea cualitativa del viaje al hablarnos precisamente de él como un símbolo del viaje interior, y señala que las pruebas simbólicas de la iniciación también son llamadas “viajes”, que la vida en la tierra es en efecto un “pasaje” y que nuestra verdadera patria es celeste. En ese capítulo menciona a los “nobles viajeros”, expresión que era utilizada en la Antigüedad para designar a los iniciados con motivo de sus peregrinaciones. Y cita a L. Milosz, el cual expone lo siguiente:

Los “nobles viajeros” es el nombre secreto de los iniciados de la antigüedad, transmitido por tradición oral a aquellos de la Edad Media y de los tiempos modernos (...) Los peregrinajes de los iniciados no se distinguían de los comunes viajes de estudio, salvo por el hecho de que su itinerario coincidía rigurosamente, bajo las apariencias de un trayecto azaroso, con las aspiraciones y aptitudes más secretas del adepto. Los ejemplos más ilustres de tales peregrinajes nos los brindan: Demócrito, iniciado en los secretos de la alquimia por los sacerdotes egipcios y por el sabio persa Ostanes, así como en las doctrinas orientales durante su permanencia en Persia y, según algunos historiadores, en la India; Tales, formado en los templos de Egipto y de Caldea; Pitágoras, que visitó todos los países conocidos por los antiguos (y muy posiblemente la India y la China) y cuya estadía en Persia se distinguió por sus encuentros con el mago Zaratas, en las Galias por su colaboración con los Druidas y, finalmente, en Italia por sus discursos ante la Asamblea de los Ancianos de Crotona. A estos ejemplos, sería oportuno agregar las estancias de Paracelso en Francia, Austria, Alemania, España y Portugal, Inglaterra, Holanda, Dinamarca, Suecia, Hungría, Polonia, Lituania, Valaquia, Carniola, Dalmacia, Rusia y Turquía, así como los viajes de Nicolás Flamel por España, donde el Maestro Canches le enseñó a descifrar las famosas figuras jeroglíficas del libro de Abraham el Judío. El poeta Robert Browning definió la naturaleza secreta de estos peregrinajes científicos con una estrofa extraordinariamente rica en intuición: “Veo mi itinerario como el ave su ruta sin huellas; un día u otro, en su día predestinado llegaré. El me guía, El guía al ave”.(14)

En efecto, las culturas nunca han sido compartimentos estancos, encerradas en sí mismas, pues es evidente, y la historia así nos lo enseña fehacientemente, que la comunicación y las relaciones entre todas ellas han sido permanentes a la par que necesarias, y no sólo a través del comercio, sino igualmente del intercambio intelectual, promovido muchas veces por los viajes que realizaban sus sabios y hombres de conocimiento por los distintos países y regiones, los cuales sabían perfectamente que por encima de las diferencias en las formas existía una identidad esencial y unánime sustentada precisamente en las ideas y principios de orden metafísico.(15)

Continuación

Notas
(*)

 

 

Parte de este artículo se dio como conferencia en la Biblioteca Pública Arús de Barcelona el 11 de Octubre de 2007. Estuvo auspiciada por el Centro de Estudios de Simbología de Barcelona y la revista SYMBOLOS. Con esta conferencia se presentaba al público el proyecto “Rutas Simbólicas. A través del Arte, la Historia y la Geografía de Cataluña”, como una actividad del propio Centro de Estudios de Simbología. Días más tarde, concretamente el 27-28 del mismo mes, se llevó a cabo la primera de esas Rutas: “Tárraco Romana. Una Historia Viva”. [Fue publicado en en la revista telemática, el Solsticio de Verano de 2008. No hallándose ya en la web de la revista se publica hoy aquí con el permiso expreso de su autora].
(1) Existe como es natural una identidad y una misma etimología entre las palabras rueda, rota, rodar y ruta.
(2) Al que por esta razón también se lo denomina “motor inmóvil”.
(3) El Simbolismo de la Rueda, cap. VI: “La Rueda y sus relaciones con otros símbolos tradicionales”.
(4) Sobre los orígenes míticos e históricos de la Tradición Hermética, así como de su doctrina y su actualidad, ver Hermetismo y Masonería, de Federico González.
(5) Un ejemplo: aunque no nacieran propiamente en lo que hoy es el territorio de Cataluña, tanto el médico y alquimista valenciano Arnau de Vilanova como el filósofo hermético mallorquín Ramón Llull (éste de padres oriundos de Barcelona) sí participaron del ámbito de la cultura catalana, que en aquel momento estaba estrechamente ligada con la occitano-provenzal, es decir con el Languedoc. Ramón Llull (Raimundo Lulio) es considerado nada menos que uno de los padres de la literatura catalana, en el sentido de que la enriqueció al escribir parte de su ingente obra en ella (y también en latín y árabe). Las obras de Arnau de Vilanova y Ramón Llull tuvieron una influencia considerable entre los alquimistas medievales y renacentistas, aunque la de este último también influiría de manera decisiva entre los cabalistas-cristianos del Renacimiento y épocas posteriores. Ver a este respecto Frances Yates: La Filosofía Oculta en la Epoca Isabelina, cap. I, y también Ensayos Reunidos I. Lulio y Bruno.
(6) El Simbolismo de la Rueda, cap. IX.
(7) Federico González y colaboradores. SYMBOLOS Nº 25-26, p. 333-334.
(8) La Filosofía Cristiana y Oriental del Arte, cap. I.
(9) Lo que se da de manera abrumadora a partir de los siglos XVIII-XIX culminando en nuestros días, donde además se añade otro elemento más y en concordancia con el fin de todo ciclo: la sensación vívida de la disolución, que si nos fijamos bien afecta a todos los órdenes de la existencia: en lo socio-político y económico, en la educación y la cultura, en la naturaleza y el medio ambiente, etc.
(10) En la Cábala esta doctrina se conoce como “La Revolución de las Almas”, que es por cierto el título de una obra de Hayim Vital, el gran cabalista de Safed discípulo de Isaac Luria. Sobre estos y otros maestros de la Cábala de todos los tiempos ver Presencia Viva de la Cábala y La Cábala del Renacimiento, ambos de Federico González con Mireia Valls. Asimismo, no debe confundirse en absoluto la transmigración y la metempsicosis con lo que hoy en día se entiende por la “reencarnación”. Para aclarar este punto importante recomendamos la lectura del capítulo VI de la II parte de L'Erreur Spirite, de René Guénon. (Hay versión española en Ignitus).
(11) Entre los antiguos egipcios la Vía Láctea se concebía como el río celeste (las aguas superiores), cuyo reflejo en la tierra era el río Nilo. Navegar por el Nilo, y sobre todo cuando esa navegación revestía un carácter sagrado e iniciático, era hacerlo también por la Vía Láctea.
(12) Recordemos que el Apóstol Santiago es el patrón de los alquimistas.
(13) Mircea Eliade: Introducción a las religiones de Australia. Buenos Aires, 1973.
(14) Aparte de los mencionados Nicolás Flamel y Paracelso, hubieron muchos maestros herméticos y alquimistas que fueron grandes viajeros, y por ubicarnos en una sola época, el Renacimiento, donde además se propició la comunicación a distintos niveles, debemos mencionar como ejemplos ilustrativos a John Dee, Michel Maier, Durero, Giordano Bruno, etc. Ellos, entre otros muchos, recorrieron los caminos de Europa creando un tejido de relaciones entre las personas e instituciones culturales que contribuyeron a que las ideas de la Tradición se mantuvieran vivas en una época que ya estaba inmersa en los profundos cambios que trajeron los tiempos modernos. Por otro lado, decir que los viajes legendarios de Christian Rosencreutz (fundador mítico de la Orden hermética de la Rosa-Cruz) fueron para muchos un paradigma del viaje iniciático. Recordemos, en fin, que en el Compañerazgo, y acorde con la naturaleza de esta tradición (muy próxima a la Masonería) se institucionalizó de alguna manera el viaje iniciático, pues el compañero tenía que realizar, en un determinado momento del aprendizaje de su oficio, un viaje -conocido como el “tour de France”- por distintos centros y localidades de la geografía.
(15) En otra obra (Introducción General al Estudio de las Doctrinas Hindúes, cap. IV de la primera parte), y enlazando con esto último, el mismo Guénon nos dice que antiguamente: “Se viajaba sin duda menos comúnmente que en nuestra época, menos frecuentemente y sobre todo menos deprisa, pero se viajaba de una manera más provechosa, porque se tomaba el tiempo de estudiar los países que se atravesaban, y a veces se viajaba justamente sólo en vista de ese estudio y de los beneficios intelectuales que se podían obtener de él.”

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